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Armando Trelles entreabrió los ojos, algo atontado, y volvió a cerrarlos.

—¿Estás seguro de que no está tomando alcohol? —preguntó Gervassi en voz baja a un alterado Julián Mallorca .

—¡Te juro que no! Estoy todo el día con él, no toma más que agua, jugo, algo de café... Muy de vez en cuando una aspirina si le duele la cabeza.

El facultativo se rascó la barbilla y sonrió.

—Bueno, no sé, ¿alguna petaquita por ahí, escondida?

—No, Gervassi, te digo que no, esto es otra cosa. ¿Le vas a hacer estudios?

—Sí, sí, claro. Voy a tomarle una muestra de sangre y le voy a dar una prescripción para chequeo completo. El lunes lo espero en la clínica.

—De acuerdo. —Julián estaba tenso, con los brazos cruzados y los dedos tecleando sus propios codos. El médico guardó el estetoscopio y el tensiómetro en su viejo maletín negro—. ¿No le ibas a sacar sangre? —preguntó el secretario.

—¡Sí! ¡Pero no se está muriendo todavía, tiene que darme su consentimiento! ¿Qué querés? ¿Que me mate?

—¡Nadie te va a matar por hacer tu trabajo! ¡Te autorizo yo! ¡Soy su apoderado para todo, incluyendo salud y tratamientos médicos! —Gervassi lo miró por encima de sus horribles anteojos de marco grueso y chasqueó la lengua—. Te hablo en serio, doctor. ¡Me extraña que no lo sepas! Tengo autoridad legal para cualquier tratamiento que deba hacerse. ¡Sacá esa muestra!

Lo que el secretario no quería, era que la sangre se «lavara», es decir, que el propio cuerpo expeliera lo que estuviese haciendo daño mediante la ingesta de líquidos y su posterior evacuación.

El médico volvió a sonreír, esta vez con indolencia. Claro que sabía que su amigo había autorizado al inútil del secretario para responder por él en caso de enfermedad. Lo sabía muy bien, pero era tal la aversión que sentía por Julián Mallorca, que se negaba a reconocer en él cualquier autoridad.

—En cinco minutos va a estar totalmente consciente —dijo, arrastrando las palabras—, él mismo va a poder autorizarme a tomar la muestra. Si no vuelve en sí, entonces invocamos tu poder, ¿de acuerdo?

Con el dedo índice, Julián echó hacia atrás el delicado marco de sus anteojos cuadrados y le ordenó, con voz algo más grave de lo normal:

—¡Sacale sangre ya! —Extrajo de su bolsillo el teléfono celular y deslizó la pantalla sin quitarle los ojos de encima.

—¡Está bien! —resopló el médico y se dispuso a buscar los elementos en el interior de su bolso—. No te olvides que soy su amigo desde hace más de veinte años, tratame con respeto —advirtió.

Julián, que le llevaba una cabeza de estatura, se acercó hasta tenerlo justo debajo de los ojos.

—¡Hacé tu trabajo como corresponde y te voy a respetar! —murmuró con desprecio— ¡Hacelo ligeramente mal y mi jefe te va a mandar tres metros bajo tierra aunque seas su hermano!

Gervassi se sintió algo intimidado por la autoridad mostrada por el secretario y eso le molestó. Nunca lo había visto así, aunque tuvo que reconocer que el chico tenía razón. Conocía muy bien a Armando Trelles, sabía de lo que era capaz. Lo sabía incluso, mejor que el infeliz del secretario, un improvisado, a su modo de ver, al que se le habían subido los humos. Pero no sería Julián Mallorca quien lo amedrentara. Si algo sabía hacer bien, era su trabajo. Y callar cuando le convenía. Lentamente se colocó un par de guantes y tomó, de su bolso, un frasquito y una jeringa.

Alguien golpeó la puerta. Julián recibió a uno de los «chicos» de seguridad, al que había llamado segundos atrás, un joven de poco menos de dos metros de estatura, espaldas anchas y brazos como jamones.

La sangre ajenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora