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El inspector Araneda es una de esas personas que crean sus propios axiomas. Sostiene que las escenas de los crímenes exhalan diferentes olores de acuerdo al grado de agresividad con el que fueron cometidos. Si la víctima fue tomada por sorpresa, el aroma puede ser bastante suave; si tuvo miedo, se vuelve ligeramente ácido. Si fue torturada emana un tufo más intenso y, si estaba aterrada, apesta. Por supuesto acepta —y acá coincide con la ciencia— que tiene que ver, y mucho, el tiempo transcurrido desde la muerte.

El olor de la escena a la que acababa de llegar, lo sofocó ni bien traspasó la puerta de la vivienda. Era un hedor nauseabundo.

En la calle, los vecinos esperaban con impaciencia alguna novedad, ávidos de morbo.

Araneda se colocó los protectores y avanzó sobre las lajas metálicas saludando a los técnicos a su paso. La mayoría eran los mismos con los que llevaba trabajando los últimos quince años, desde que se ganara, a fuerza de trabajo y constancia, la placa de inspector en jefe de investigaciones criminales.

El cuerpo estaba en la cocina. Femenino y delgado, vestía jean azul oscuro con un doblez a la altura de los tobillos. Estaba descalza con las uñas de los pies prolijamente pintadas de rojo. La diminuta remera de breteles y el corpiño habían sido cortados al medio y dejaban al descubierto dos pechos pequeños que caían, leves, hacia los lados. Los brazos, abiertos en cruz, tenían morados intensos en todo su largo, igual que la mayor parte del torso. El rostro aún era reconocible, aunque el resto de la cabeza estaba desparramado por todo el lugar.

Un grotesco pegote de cerebro con sangre, pelos y trozos de hueso salpicaba las paredes y los bajos de la mesada. Un ojo se había salido de la cuenca y lo habían aplastado como a una cucaracha.

Aunque Araneda contaba en su haber con una larga cadena de crímenes espantosos, no se había encontrado, hasta aquel momento, con algo tan brutal.

—Se ensañaron con ella —dijo el forense con voz compasiva, agachado junto al cuerpo.

El inspector notó que el pantalón de la mujer tenía subida la cremallera y cerrado el botón.

—Presumo que no fue violada —deslizó.

—Aparentemente, no. Si lo hicieron, volvieron a colocarle la ropa como estaba. —Ayudándose con un bisturí, el patólogo apartó con delicadeza la cinturilla para dejar a la vista una tira negra de la bombacha—. Al parecer, está intacta.

—Ya veo. ¿Identidad?

—Carolina Machado. Treinta y ocho años —dijo alguien detrás suyo. El policía giró sobre sus talones y se encontró cara a cara con su compañero, Lucas Barlutto, a quien le regaló una genuina sonrisa.

—¡Lucas! ¡Llegaste antes que yo!

—Así es. Esta vez le gané porque vivo relativamente cerca. La señora vivía sola, según los vecinos.

—Ya veo. —El inspector se volvió hacia el forense—. ¿Arma homicida?

—Diría que fue un martillo que todavía no encontramos. ¿Ves acá? —Señaló la frente. El hueso roto parecía un acantilado con un mejunje que variaba entre el rojo, el negro y el gris. Araneda asintió—. Esta marca, es como si le hubieran dado con la parte aguzada de la herramienta; en cambio acá, se ve claro que el golpe se hizo con la parte cuadrada. Se me ocurre un martillo, de los que hay en cualquier casa. Cuando lo estudie bien, te cuento. ¿Te vas a hacer cargo vos?

—Así parece. Ahora voy a husmear un poco, después nos vemos.

Echó a andar hacia el interior de la vivienda con pasos lentos. Era un departamento bonito, bien iluminado, con dormitorio de cama doble. Las paredes blancas no tenían una sola mancha. Baño limpio. En el botiquín, unos cuantos artículos femeninos. Bañera impoluta. Comedor ordenado. Una laptop encendida. Le hizo señas a Lucas para que la embolsara.

La sangre ajenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora