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Mateo Portillo sentía la adrenalina de la reapertura y lo mostraba con un andar enérgico —al menos lo que le permitía su pesada humanidad— y un constante batir de palmas con gritos de aliento. Johny deambulaba por los alrededores envuelto en una llamativa túnica color «mandarina» que había comprado días atrás  y por la que Mateo se había vuelto loco cuando lo vio con ella la primera vez. Se la había quitado de un manotazo y, entre risas, disfrutaron de un ardiente encuentro en el sofá violeta. 

Verlo otra vez con aquella prenda disparaba los latidos de su voluble corazón.

—¿Están listos? —Dio otra palmada para quitarse esa especie de semi inconsciencia en la que lo sumía el muchacho cada vez que se paseaba semidesnudo.

—¡Estamos listos y hermosos! —aseguró Johny—. Aunque algunos siguen malhumorados por no disponer del piso de abajo.

—Es lo que hay —replicó Mateo restando importancia mientras plantaba un beso en sus labios—. ¿Arreglaste el hall?

—¡Sí! ¡Vení a ver qué lindo quedó!

—¡Claro, vamos!

Lo tomó por la cintura y lo apretó de forma brusca contra su cuerpo.

El chico dejó escapar una risita seductora y subieron la escalera cuyas barandas habían sido cubiertas con guirnaldas de flores naturales. Johny explicó con orgullo que él mismo había ideado aquella decoración y realizado todo con sus propias manos. Para premiarlo, Mateo lo arrinconó contra una columna y lo besó con pasión hasta dejarlo sin aire.

Arriba, una veintena de jóvenes los esperaban entre risas y aplausos. Mateo soltó una carcajada de alegría. La mayor felicidad era ver a sus chicos contentos. Conocía los sufrimientos de cada uno, sabía de sus vicios, de sus miedos y de sus culpas. Cuando en algún momento querían alejarse de La Colmena, los ayudaba a instalarse en otro lugar. Lamentablemente, por lo general, luego de un tiempo, regresaban peor de lo que se habían ido. Entonces los esperaba con las puertas abiertas y un plato de comida caliente. Con él, les aseguraba, siempre tendrían techo y comida. A cambio solo les pedía que trabajaran en La Colmena. Porque «la vida no es fácil y hay que ganársela».

El hall del primer piso, que oficiaba de paso distribuidor hacia unos cubículos llamados «apartados», fue cuidadosamente arreglado. Los jóvenes subieron algunos sillones y colocaron unas mesitas redondas rescatadas del desastre, las cubrieron con pañuelos de colores y, encima, pusieron velas y fanales que iluminaban tenue pero fantásticamente el lugar. Cambiaron las destrozadas cortinas por telas compradas a último momento con dinero de ellos y distribuyeron sillas por los costados de los dos pasillos que nacían allí.

Portillo aplaudió con alegría al ver las sonrisas de sus discípulos. Percibió, en algunos, el malhumor del que había hablado Johny y, en otros, los ojos perdidos. Era normal.

—¡En un ratito empiezan a llegar los clientes! —gritó batiendo las palmas al tiempo que se paseaba entre ellos—. ¡Me encanta la voluntad que tienen! ¡Estoy muy orgulloso de ustedes! ¡Les pido lo mismo de siempre: cuidense y, cualquier mal momento que estén por pasar, no esperen, griten, llámenme a mí o a los muchachos!

Los «muchachos» eran seis robustos mancebos de bíceps inflados y aspecto de bulldogs que se encargaban de la seguridad. Por supuesto no eran los mismos ineptos que se habían visto reducidos a punta de pistola la noche anterior. Esos ya no trabajaban allí.

—¡Ojo con lo que consumen! Vos, sobre todo, Juanchi —dijo, acercándose a uno de ellos que fumaba recostado en la pared—. No te pases, ¿dale? —El chico asintió con la sonrisa ida—. ¡Bueno, voy a recibir a los clientes! Cualquier cosa, me llaman. ¡Johny! Vení.

La sangre ajenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora