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Alguien llamó a la puerta en el cuarto trasero de la planta baja. El viejo Domingo secó sus lágrimas con el dorso de la mano y abrió, imaginando que sería Johny. No se equivocó. La figura abatida del muchacho era conmovedora; sostenía en la mano la carta que Mateo le había escrito. Fue solo mirarse ambos y fundirse en un abrazo tibio. El muchacho entró en la habitación y el hombre cerró la puerta tras controlar que nadie andaba por los alrededores.

El chico se sentó en la cama prolija que olía a lavandas, se enjugó las lágrimas con un pañuelo que apretaba en el puño.

—No le voy...

—Shhh —interrumpió Domingo, cruzando el índice sobre los labios. Se sentó junto a él—. Hablá despacio que las paredes oyen. Hay espías acá.

—¡Espías! —protestó Johny con cierto desdén—. ¡Perdón! No quise dudar de usted. ¿Por qué nadie me dijo que Mateo... Christian, era su hijo? —susurró—. ¿De verdad se llamaba Christian?

—Sí, pero no se lo cuentes a nadie..., nadie tiene que enterarse. Mi verdadero nombre es Eugenio Ramos. Pasa que Mateo..., perdón, es que me acostumbré a llamarlo así.

—Mejor, tampoco yo me acostumbro a llamarlo Christian.

—Mateo nunca quiso que usemos nuestras identidades reales por si algo pasaba. Vos viste lo que es este lugar, acá se hacen cosas... Si bien estamos bastante protegidos, por los clientes que tenemos, nadie asegura que no nos caiga, en algún momento, la policía.

—Y si vienen ¿qué más da que sean Ramos o Portillo?

—Es que el plan era que cuando cayera la cana, ni Mateo ni yo estuviéramos acá. ¡Ni vos! Tenemos gente que nos hubiera avisado. Después ¡que nos busquen! No nos iban a encontrar porque Mateo Portillo y Domingo Heredia no existen. Pero ya está, ya no... —El hombre soltó un sollozo.

—Tenemos que irnos esta misma noche —indicó Johny con suavidad. Domingo crispó la mirada.

—¡Yo no me voy a mover de acá!

—¡Pero eso es lo que nos pide Mateo! —El chico enarboló el papel apretujado entre sus dedos—. ¡Pensé que usted lo sabía, que por eso quería hablar después que la leyera!

—¡Sí que lo sabía! ¡Pero yo no me voy a ir de acá hasta no saber quién mató a mi hijo! Porque lo mataron, ¿verdad? ¿Vos lo viste? Al cuerpo, ¿lo viste?

Johny negó con la cabeza mientras se retorcía los dedos. ¿Cómo decirle que vio la cabeza de su hijo destrozada sobre una cama? ¿Que un sádico lo mató a golpes y desparramó su cerebro por todo la habitación? ¿Cómo decirle que después vinieron otros tipos, se lo llevaron y no quedaron rastros? ¿Que jamás se encontraría su cuerpo?

—¡Nunca se va a encontrar el cuerpo! —gimió el hombre, acurrucado contra la pared.

—Tal vez nos esté esperando en...

—¡No digas pelotudeces! —Domingo se puso de pie—. ¡Mateo y yo teníamos un código! Al no recibirlo después de pedírselo con insistencia, ¡supe que estaba muerto! ¿O qué te creés? ¿Que te di ese sobre porque tuve un presentimiento?

Johny bajó la vista, no se había puesto a pensar en cómo fue que Domingo se había enterado de la muerte de Mateo.

—Pero, por algo nos pidió que nos fuéramos —insistió.

—¡Mateo siempre supo que existía la posibilidad de que lo matasen, todo esto es muy peligroso! El pobrecito pensaba que, cuando pasara, lo harían porque alguien destapó la verdad sobre La Colmena y que, para que no hablásemos, nos boletearían a todos, pero yo no pienso igual. Si alguien quisiera callarnos ya lo hubiera hecho, ¿no te parece?—Johny movió la cabeza, confundido, no tenía idea de nada, no se hallaba en condiciones de pensar—. Yo no me voy a ir hasta no dar con el que lo mató.

La sangre ajenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora