Delfina Trelles caminaba de una punta a la otra de la sala. Por aquel entonces, andaba por los veinte años y usaba el cabello muy corto en la nuca con el flequillo tirado hacia un costado que casi le cubría un ojo. El cigarrillo, tan largo y delgado como ella, se sostenía entre el índice y medio de la mano derecha mientras mantenía la izquierda aprisionada bajo el antebrazo contrario.
—¿¡Podés tranquilizarte y apagar eso!? —exclamó don Armando.
La chica suspiró con hastío, se acercó a la mesita cerca de la puerta y aplastó el cigarrillo en el único cenicero que había en toda la estancia, colocado exclusivamente para ella.
—¿¡Cómo querés que me tranquilice!? —gritó—. ¡No sólo me veo obligada a regresar de un viaje, largamente planificado, sino que, encima, tengo que hablar con la puta policía!
—Es el procedimiento —intervino Julián en tono conciliador—, ante un hecho así, se interroga, en primera instancia, al círculo más cercano.
Delfina lo miró con rabia.
—Y a vos, ¿quién carajo te preguntó algo?
—¡Delfina, por favor! —estalló su padre.
—Perdón —se excusó el secretario, y abandonó la sala.
—¡No podés ser tan maleducada! —recriminó Armando.
—¡Es un metido! ¡Me tiene harta!
—¡Creí que eran amigos!
Ella frunció el ceño. —¿¡Amigos!?
—Bueno, conocidos que se llevan bien, al menos. —Don Armando no olvidaba la advertencia hecha a Julián, meses atrás, luego de haber notado un ligero acercamiento entre ellos: «mantené la relación con mi hija dentro del marco estrictamente laboral». Desvió los ojos hacia la amiga de su hija, sentada muy recta en el sillón de cuero, que exhibía sus deliciosas pantorrillas y un escote de infarto. Sostenía una risita cargada de picardía que hizo saltar las alarmas del desconfiado padre—. ¿¡Tuviste algo con Julián!? —preguntó a Delfina en un tono tan bajo como incrédulo.
—¡No! —exclamó ella, alejándose hacia la ventana.
Georgina permaneció muda, con los labios apretados y las pestañas, recargadas de rimel, aleteando con sensualidad. Armando se le acercó.
—¡Gina, hablá!
—¡Ufff! —resopló Delfina—. ¡Te digo que no tuve nada con él! ¡Llamalo y preguntale, si no me creés!
—Parece que tu secretario se le resistió —susurró Georgina.
—¡Oh, ya veo! —expresó el padre, era un alivio saber que Julián había obedecido sus órdenes—. ¿En serio, Delfi? ¿Justo él?
La muchacha levantó un hombro y se dejó caer en una punta del sofá. Había conversado con Julián algunas veces. Trivialidades. El chico tenía algo misterioso que la atraía y pensó que podían llegar a ser algo más que amigos. Error. Tal vez, él era gay y no lo había notado. O no quiso meterse en problemas con el jefe. O, tal vez, simplemente, ella no era su tipo. En fin, no era que le importara realmente, tenía una larga fila de Julianes esperándola.
El timbre sonó, sobresaltando a todos. Enseguida apareció el secretario acompañado de Santiago Araneda.
—¡Lo estábamos esperando! —saludó Trelles saliendo a su encuentro con la mano extendida. El inspector la estrechó.
—Disculpe la demora —se excusó el policía—, estamos con mucho trabajo. —No pensaba decir una sola palabra acerca de la desaparición de Barlutto. Aunque internamente lo culpaba, la realidad era que no había ninguna prueba en contra de Trelles. Una vez más. Pero, si había algo, Santiago lo encontraría. Trelles iba a tener que rendir cuentas por Lucas. ¡Oh, sí! Dibujó una dulce sonrisa al mirar a la estilizada jovencita con cara de traste que lo observaba desde el sofá—. Su hija, supongo.
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La sangre ajena
Mystery / Thriller✔Policial clásico. ✔Completa. El dinero va y viene. La sangre no. El cadáver de una mujer es hallado en un departamento. La única pista que el inspector Santiago Araneda encuentra, es un contacto en el celular de la víctima: el número de un poderoso...