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La Colmena parecía haber sido devastada por un huracán. El gran espejo detrás del mostrador de expendio reflejaba el desastre en gajos quebrados, como telaraña. Alguien había estampado una botella con tanta fuerza que, tras romper el vidrio, arrasó con otras varias similares que descansaban en la lujosa estantería. El laqueado mostraba múltiples agujeros aquí y allá, como si lo hubieran baleado de cerca. Había trozos de mampostería regados por todo el suelo. De los barrales dorados de las ventanas, colgaban jirones de lo que habían sido orgullosos cortinados de raso.

Una docena de jóvenes se movían entre el desastre en un intento de recuperar lo que se pudiese.

Uno de ellos, trepado a una escalera de tijera sostenida por una chiquilina de no más de veinte años, controlaba el estropicio en que se había convertido el candelabro de quince brazos que pendía del techo.

Mateo Portillo entró y se quedó de pie contemplando el panorama con una mezcla de tristeza y rabia. Sus chicos no deberían estar pasando por eso.

—¿¡Qué hacen!? —gritó con voz ronca. Los jóvenes voltearon, algunos con ojos divertidos, otros con mirada vacía. Lo saludaron en tono monocorde, casi a desgano.

—Hola, Mateo.

—Estamos limpiando para sacarles un poco de trabajo a los obreros, a ver si terminan más rápido —explicó la chica que sostenía la escalera de tijera.

Portilllo farfulló unas palabras que nadie comprendió y se dio media vuelta. Un muchacho de cabello negro y grandes ojos oscuros, con una escoba y guantes de goma, se acercó y le susurró sonriendo:

—Tranquilo...

Las sienes le pulsaban a Portillo. Se apretó el puente de la nariz y resopló con fuerza.

—¿Cómo estás, Johny? ¿Mandaron las entregas?

—Sí. Tuvimos cinco nada más. Fue Román en la moto, todavía no volvió. —La voz de Johny era un tanto aflautada y sus modos muy teatrales. Tenía media cara morada y el ojo izquierdo color bermellón.

—¿Sólo cinco? ¿Nada más? —Johny encogió los hombros y se dispuso a seguir barriendo. Portillo lo tomó de un brazo—. ¿Te duele? —preguntó en tono íntimo.

—Un poquito si me aprietan —El obeso lo soltó de inmediato. Había olvidado que le repartieron piñas por todo el cuerpo.

—Perdoná. ¿El resto? ¿Están bien?

—Sí. Susy está cuidando a Pablito, que es el más grave; los demás, todos bien.

—¿Pablito está mal? ¿Llamo a Gervassi?

—¡Ni se te ocurra! ¡Nos da un asco ese tipo! Cualquier cosa lo llevamos al hospital, pero no creo que haga falta.

—Bueno, voy a mi despacho, cualquier cosa me avisan. Mañana vienen los obreros, me dijeron que para el sábado estará todo listo.

—Ya sé. Igual vamos a trabajar, ¿no? ¿En el primer piso?

—Mañana arrancamos, sí. Aprovechen hoy y el día de mañana para recuperarse. Trabajará el que esté en condiciones ¡Mirá cómo tenés ese ojo, ponete hielo! Y vayan a descansar que es tarde. ¿Comieron?

—En un ratito; Dolo y Clau están preparando la cena.

—Oka. Me voy al despacho. Asegurate de que todos coman.

Johny asintió con la cabeza y sonrió. Quería mucho a Mateo, lo había salvado de un destino que quién sabe cómo podría haber terminado. Él, mejor que nadie, sabía que los cuidaba lo mejor que podía.

Portillo encendió la luz y entró a una habitación cuadrada con un enorme y macizo escritorio de roble que había conocido tiempos mejores. Hacia la derecha, un viejo sillón de cuerina marrón acompañaba a una mesa pequeña cuya cuarta pata estaba conformada por un par de libros que nadie había leído jamás. De hecho, nadie tenía idea de cómo acabaron allí, los únicos libros que había en La Colmena eran «Caja» y «Clientes», y esos estaban bajo siete llaves. Al costado, una estantería de pino lucía abarrotada de papeles y carpetas desordenadas, más allá, dos sillas de madera y otra de plástico. Hacia la izquierda, bajo un ventanal de dos hojas, estaba la debilidad de Portillo, un mullido sofá de tres cuerpos de color violeta brillante. Era allí donde sus bajos instintos afloraban en su máxima expresión cuando alguno de los chicos aceptaba acompañarlo. O necesitaba algo.

Tiró la mochila sobre una de las sillas y rodeó el escritorio. Abrió la ventana de par en par. La tarde había caído y la lluvia había hecho descender la temperatura, pero él transpiraba. Estaba nervioso, enojado, molesto. Sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la frente. Inhaló profundamente. Entre los destrozos de la noche anterior, había sucumbido el sistema de aire acondicionado. «¡Ni un puto ventilador hay en este lugar!» Estaba enojado consigo mismo por no haber visto venir la embestida. Por no haber podido proteger a sus chicos. Por no saber quién carajos había logrado perforar el blindaje de la entrada, por la poca preocupación de Trelles, que ni siquiera le había preguntado si había algún herido. ¿Cuánto me van a salir las reparaciones? ¡Era todo lo que le interesaba al infeliz! ¡La plata! ¿Se olvidaba que la plata la hacían los chicos? ¿Sus chicos? Ni siquiera dijo que mandaría al médico para verlos, al Gervassi ese... ¡Tipo que no soportaba, ese doctor! ¡Flaco y mofletudo, como perro viejo!

La puerta se abrió y Johny asomó la cabeza. Mateo ladeó la boca, sonriendo apenas.

—Pasá —dijo y se dejó caer sobre el sillón de cuerina que pareció desinflarse bajo su peso.

—Te vine a avisar que van a servir la comida en quince minutos. ¿Comés con nosotros?

—No, papi, tengo mucho que hacer acá. Coman ustedes y acuestense temprano, así descansan.

—¡¿Cómo se te ocurre?! —Exclamó el chico llevándose al pecho la mano y abriendo enormes los ojos—. ¡Estamos acostumbrados a dormir de día! No, señor, hoy nos vamos de fiesta. Bueno, los que estamos más o menos bien, el resto se quedará a mirar la tele en la cama, yo qué sé, lo que sea.

Portillo levantó las cejas, nada lo asombraba de sus chicos.

—¿Adónde van a ir?

—¡Qué se yo! ¡Por ahí! —Johny se sentó con una pierna en el apoyabrazos y recorrió el contorno de la costura con un dedo—. Nada, ninguna fiesta, vamos a tomar una cerveza a la plaza y ya. Creo que somos cinco o seis, nada más. ¡Ah! Casi me olvido, llegó Román, todo en orden.

—Mejor así. ¿Sabés a quiénes le llevó?

Johny hizo una mueca con los labios y medio cerró un ojo, como si tuviera que pensarlo mucho. Contó con los dedos.

—Marcucci, Oviedo, Spina, La Toya y Mirko.

—¡Cómo te gusta ponerles apodos!

—¿A La Toya y a Mirko? ¡Claro, cómo no! ¡Si se hacen los señorones de familia y vienen a putanear y a darse manija una o dos veces por semana!

Portillo largó una carcajada.

—¡Ah! ¿Y los otros no?

—¡Los otros también! ¡Pero al menos no salen en la tele haciéndose los impolutos!... ¿Se dice así?

Mateo encogió los hombros y suspiró; le hubiera venido bien que Johny se quedara un rato a retozar en el sillón violeta. Pero no quería que ninguno de sus chicos se perdiera uno de los pocos momentos de diversión que tenían. No era justo.

Johny era su mano derecha en La Colmena, trabajaba a la par suya. En realidad trabajaba más, pero porque podía. Con veinticinco años, un cuerpo cincelado y tremendo desparpajo, era uno de los más requeridos. El juez Marcucci se lo había presentado hace tiempo y allí se había quedado.

—Andá. Coman y váyanse por ahí un rato, pero cuidense, ¿eh? ¿Necesitás plata?

El joven movió la cabeza negando y se acercó al hombretón, le acomodó unos mechones de pelo grasiento y le dió un beso en la mejilla.

—Nos vemos entonces —pronunció en su oído con voz aterciopelada.

A Portillo se le cortó la respiración y un cosquilleo le subió desde la entrepierna. Suspiró con resignación.

—Sí, mejor andá.

—¿A la vuelta paso por tu habitación?

—No. Descansá que te va a venir bien. 

La sangre ajenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora