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El Inspector Araneda es un tipo de carácter tranquilo y relajado. Uno de esos policías que utilizan más el pensamiento que la acción para desenmarañar sus casos y que poseen un buen humor envidiable. Uno creería que en casa lo espera una familia maravillosa y un pasar económico extraordinario, sin embargo no es así, el tipo vive con su perro y es soltero. Quién sabe, tal vez por eso es tan calmo.

Aquella mañana entró a la comisaría silbando una de esas pegadizas melodías del momento. En una mano llevaba un cartón con dos vasos de café comprados en la cafetería de la planta baja. Del hombro derecho colgaba su característico morral de cuero.

—¡Buen día, Luquita! —saludó al ingresar al despacho que les correspondía, situado en el primer piso. Lucas Barlutto desvió su atención de la pantalla que tenía enfrente y asomó su moreno rostro por el lateral de la misma.

—¡Hola Inspector! Estoy mirando la computadora de Carolina Machado y no encuentro nada interesante por el momento. —Araneda colgó el morral en el respaldo de la silla, desprendió con cuidado los vasos del cartón y le entregó uno a su compañero—. ¡Gracias! —repuso éste quitando de inmediato la tapa, y continuó—: Aparentemente, la usaba más que nada para mirar series y películas. Hice una copia del historial y lo voy a enviar a técnica, a ver si hay algo escondido. Los discos son de música variada.

—Ya veo... ¿En qué trabajaba esta señora?

—No se sabe todavía. No era muy conocida en el barrio, parece que no salía mucho.

El inspector metió la mano en uno de sus bolsillos y caminó hasta la ventana. El día estaba algo nublado, el aire se sentía espeso. Bebió un trago de café, luego giró sobre sí mismo.

—¿Vos sabés quién es Armando Trelles?

—¿Alguien que se hizo famoso porque la policía lo busca desde hace mucho? —contestó Barlutto, dubitativo—. La verdad es que no estoy demasiado informado.

Araneda lo envolvió con una mirada dulce. Lucas estaría en la secundaria todavía cuando los rumores acerca del empresario comenzaban a hacerse oír.

—No, claro —reconoció—, sos muy joven todavía. Es uno de los mayores proveedores de la zona —dijo con voz tenue, como si hablase consigo mismo. Como bien dijiste, es un criminal largamente buscado por las autoridades nacionales, pero, el señor tiene una inusual astucia para evadirnos. Figura en los registros como «empresario», aunque es bien sabido que, en realidad, es un grandísimo traficante de drogas. El problema es que jamás hemos logrado probar absolutamente nada en su contra. Los rumores hablan también de tráfico de armas y de personas. Y este muchacho, fijate vos, tiene la suerte de que los pocos testigos que a lo largo de los años hubieran podido incriminarlo, se esfumaron o murieron por causas misteriosas.

—¡Tiene la suerte! —repitió Barlutto, sarcástico.

—Es evidente que está protegido por personas importantes —siguió hablando Araneda con su singular calma—. Nadie, con ese tipo de actividad, puede escabullirse durante tanto tiempo sin una protección poderosa, lo que dificulta, casi imposibilita, su captura y procesamiento.

—Sí, algo de eso había escuchado. Nunca participé en una investigación que lo involucrara.

—Bueno, bienvenido entonces a la primera.

—¿Cree que tiene algo que ver en la muerte de Carolina Machado?

—No lo sé. Habrá que determinar si tenía motivos. Y, aunque investigarlo a él es tentador, no tenemos que perder de vista nuestro caso: el asesinato de esa pobre mujer.

—Sí ¡pero su última llamada fue a Trelles!

—Eso es verdad. Igual tenemos que encararlo desde el punto de Carolina, no de Trelles. Al menos hasta que haya algo que lo vincule directamente. En el teléfono de él no figuraba la llamada de ella, eso es raro.

La sangre ajenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora