18

25 3 22
                                    

A nadie extrañó que el doctor Gervassi se acercase a La Colmena, era la persona a quien recurrían cuando algún problema médico aquejaba a los clientes o a los chicos. Por eso, cuando horas antes, un llamado telefónico anunció que había reunión aquella noche, más de uno imaginó que sería el mismísimo galeno quien les informaría de los cambios tras la partida de Portillo.

Algunos —Johny entre ellos— habían salido a dar una vuelta para despejarse asegurándose de estar de regreso para la hora pactada. Se reunieron en el hall del primer piso. 

—¿Están todos? —preguntó el doctor. Ante la respuesta afirmativa, prosiguió—: Bueno, ya saben que Mateo ha sido derivado a otro lugar. Tenemos que nombrar a alguien provisorio para dirigir esto. Lo mejor sería que fuera uno de ustedes, conocen los movimientos y los clientes. No queremos traer a alguien de afuera. Lo ideal sería que eligieran por votación, o como quieran, quién ocupará el lugar de Portillo por un tiempito. Después veremos. Por ahora, yo voy a venir de vez en cuando como intermediario del jefe hasta nueva orden, así el trabajo no se detiene, que ya saben que es lo que nuestros clientes exigen. ¿Les parece? —Y si no les parecía, tenían que aceptarlo igual, así que asintieron. Gervassi sonrió—. Bien, entonces procedamos a la votación.

—¿¡Qué!? —exclamó Johny— ¿Ahora? ¡Eso no es algo que podamos decidir así nomás! ¡Necesitamos tiempo para discutirlo, para pensar un poco!

—Justamente, lo que no tenemos es tiempo, querido —replicó el médico con cierto cinismo—. Pero les doy un rato si quieren, mientras yo reviso los números. Esto tiene que seguir moviéndose. Lo entienden, ¿verdad?

Se acomodó el cuello de la camisa y los miró de forma despectiva. «¡Cuánta razón tiene Armando en no querer pisar este sitio, pensó, es un antro de especímenes decadentes y patéticos! Especialmente el maricón de las zapatillas rojas». 

Quería marcharse lo antes posible de aquel espantoso lugar que, aunque les llenara los bolsillos de billetes, no era otra cosa que un antro de lo más deplorable. Le pidió a Dolores que lo acompañase hasta la oficina de Mateo. 

Momento que aprovechó Johny para jalar a Domingo de un brazo y apartarlo hasta el corredor.

—¡No fue el jefe el que lo hizo matar! —le susurró al oído ni bien doblaron por el pasillo.

—¿Por qué decís eso? —preguntó el hombre en el mismo tono.

—¿Por qué lo mataría? Mateo le era útil acá. La lógica hubiera sido que nos mataran a todos para que no habláramos, si querían cerrar, pero, si todo va a seguir como si nada, no tiene sentido que se deshicieran de él, ¿no le parece?

—¡Es lo que te dije antes! ¡Si hubieran querido callarnos ya lo hubieran hecho! ¡Con más razón tenemos que averiguar quién fue!

Las pupilas de Johny, oscuras como azabache, se humedecieron.

—Tal vez debamos hacer lo que nos pidió en la carta —balbuceó con el índice en la boca. Tiene por costumbre mordisquearse esa uña cuando se pone nervioso.  

—¡Te dije que no me voy a ir de acá hasta...!

—¡No! ¡Eso no! Lo de buscar al policía y pedirle ayuda, digo. ¡A ver si hay un asesino acá y, de verdad, nos mata a todos!

 ¡A ver si hay un asesino acá y, de verdad, nos mata a todos!

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
La sangre ajenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora