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—¿Saliste anoche? —Armando Trelles miró a los ojos de su asistente cuando indagó.

—Sí, señor —respondió el muchacho ajustando sus anteojos—. Era el cumpleaños de un conocido que hace tiempo no veía.

—¿Y por qué no lo veías?

—No vive en Buenos Aires.

—¿Dónde vive? —Mallorca lo miró con cierto recelo. Trelles sonrió apenas y caminó hacia el ventanal—. Perdoname. No quise entrometerme en tus cosas, es que esto de Georgina me tiene mal. Su muerte fue tan... grosera. Esto de tener policías por la casa no me gusta.

—Descuide, señor. Lo comprendo, y quédese tranquilo que soy muy discreto acerca de mi trabajo.

—Lo sé, querido. Lo sé. —La voz del hombre sonó tan paternal que el joven policía tragó saliva con dificultad.

—¿Mi hija ya se enteró? —preguntó con voz apenas audible.

—Sí, señor. Yo mismo se lo comuniqué ni bien sucedió.

—¿Cómo lo tomó?

—Mal. Pero no se preocupe, no va a venir. Y, antes que pregunte, está bien protegida. Yo mismo me encargué.

—¿Ya vinieron a buscar a Penique?

—Lo retiran los sábados, señor. Hoy es miércoles.

—¿Y dónde está?

—En el parque, por ahí... ¿Quiere que lo busque?

—No, yo voy. Necesito tomar aire. ¿Me acompañás?

El día estaba espléndido, el césped reverdecido hacía que la casa y sus alrededores se vieran como una postal. Solo el vallado amarillo y negro del acceso principal les recordaba que allí se había cometido un crimen atroz, y la presencia de los tres policías que custodiaban la escena sobrecogía un poco.

Trelles y Mallorca caminaron por los alrededores de la piscina junto a Penique, que corrió a recibirlos ni bien se asomaron por la puerta de la cocina. Era un hermoso bóxer color caramelo.

—¿Sabés algo de Gervassi?

A Julián lo sorprendió la pregunta. El médico había estado con ellos cuando, tras el hallazgo del cadáver de Georgina, lo asistió en uno más de sus constantes mareos.

—No, señor. Después que se fue, ayer, no volví a verlo.

—¿Le habrá gustado La Colmena y se quedó por allá? —se preguntó con un triste tono burlón.

—Tal vez. Ahora lo llamo —Julián sacó el teléfono y, mientras el jefe se entretenía arrojando una vara de madera para que el perro la recogiera, esperó que atendieran. Nadie respondió, ni siquiera el contestador. Una grabación le informó que el aparato se encontraba fuera del área de cobertura o apagado.

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La sangre ajenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora