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Pasaban las dos de la madrugada cuando Santiago, acompañado de Homero, llegó a su casa. La sangre le martillaba las sienes y los párpados le pesaban, pero no hubiera podido dormirse rápido aunque quisiera. Ese papel, aparecido en su bolsillo y que guardó con tanto cuidado en una bolsa facilitada por Elvira, se había transformado en un verdadero desvelo. 

Mientras el baño se llenaba de vapor, se quitó la ropa. ¿Quién habría colocado esa nota en su bolsillo? ¿En qué momento?

El agua se transformó en un bálsamo para su cuerpo, que pesaba el doble de lo normal. Colocó un tapón en el desagüe, se sentó en la tina y cerró los ojos.

«Salí del hospital a eso de las cuatro y media, después de la operación. Subí al auto, desocupé los bolsillos del saco, metí todo en la guantera menos el pendrive, que guardé en el pantalón... No había ningún papel, revisé todos los bolsillos, siempre lo hago... Tiré el saco en el asiento de atrás, vi a Benítez haciéndome señas para que lo esperase, subió y nos fuimos. Bajamos en el restaurante, cerré el coche y lo tuve a la vista todo el tiempo mientras comíamos, nadie se acercó, no hubo nada sospechoso».

Se frotó los ojos y miró al perro, que levantó la cabeza. El agua ya le llegaba a mitad del cuerpo.

—Despertame si me quedo dormido, ¿eh? Si no, vas a tener un amigo ahogado. —Se recostó en la loza y bajó los párpados.

«Cuando volvimos al hospital, me llevé el saco. No lo revisé. —Abrió los ojos y, durante unos instantes, los clavó en los azulejos que tenía enfrente—. En el hospital lo colgué en la silla en la que me senté. Cuando vino el doctor, me puse de pie y me acerqué a escuchar lo que decía. Después hablé con los padres y la hermana de Lucas, el saco quedó en la silla, lo tenía a la vista, pero claro, que no lo estuve controlando todo el tiempo. ¿Quiénes andaban por ahí? Médicos, enfermeras, familiares de otros pacientes. No mucha gente, pudo haber sido allí. Pero ¿quién?».

Mentalmente, pasó revista a cada una de las caras que recordaba. No encontró ninguna que llamara su atención. Había pasado gran parte de la tarde en aquel pasillo del hospital, había ido a buscar café para los atribulados padres y se había acercado al baño en una oportunidad. «Después fui a la comisaría». Ni se le había cruzado por la cabeza revisar los bolsillos en aquel momento.

A eso de las nueve, había entrado a la habitación donde fue colocado su compañero. La familia se quedaría toda la noche así que prefirió marcharse, no sin antes recordarles que quedaba a su entera disposición. Aquellos escasos minutos en que había quedado de pie junto a la cama de Martín, observando la mascarilla de oxígeno, los tubos en los brazos, los aparatos a los que estaba conectado y los golpes atroces que aún lo perturbaban, le sirvieron para jurarle que no se detendría hasta hallar a los culpables. Acariciando con un dedo los pocos centímetros de piel libre de cánulas o adhesivos, había hecho su promesa, con lágrimas en los ojos.

Y allí, en la bañera de su casa, otra vez hacía esfuerzos para no llorar.  Inspiró profundamente y, como el agua ya le tapaba la panza y le llegaba casi al mentón, cerró la canilla, siempre bajo la supervisión de Homero, que batió felizmente la cola imaginando que salía. Pero se equivocó. Santiago volvió a recostarse con los ojos cerrados.

«En la comisaría no bajé el saco, lo dejé en el asiento de atrás y el auto quedó... abierto, sin llave. Los chicos del garaje ya no estaban, aunque el área es muy concurrida, la mayoría de los polis dejan el auto ahí... ¿Podría haber sido alguno de ellos? Es un poco descabellado, pero no imposible. ¿Quiénes estaban?».

No sería difícil averiguarlo, bastaba con pedir la lista de los que cumplieron el horario nocturno y listo. El agua se estaba enfriando. Con un bufido flojo se puso de pie, destapó la tina y se envolvió en el toallón. Homero lo miró con ojos cansinos.

La sangre ajenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora