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Boca abajo y algo dormido todavía, Santiago tanteó la mesita para alcanzar el celular, metido en alguna parte entre la taza, en la que había tomado múltiples cafés, y el plato de los sándwiches. Con un ojo leyó los números en la pantalla: las dos de la tarde.

—¡Mierda! —masculló al incorporarse.

Homero, despanzurrado sobre la alfombra, levantó la cabeza y lo miró con ojos limosneros.

La habitación estaba en penumbras. Sobre la cama descansaba la notebook abierta, dos cuadernos y una birome que, de casualidad, no habían ido a parar al piso. Santiago suspiró, se recostó sobre la almohada y estiró la mano para acariciar la cabeza del perro.

—Qué tarde nos dormimos anoche, ¿verdad? —murmuró. Homero estiró el lomo sobre sus patas delanteras y movió la cola—. ¿Dormiste bien? 

Tuvo intención de levantar la persiana, pero el sol enardecido lo disuadió, así que la dejó como estaba: entreabierta. Le dolía la cabeza. Se había quedado hasta muy tarde tratando de encontrar un dato, una pista que le dijera dónde podía encontrar a su compañero.

A última hora del día anterior, el padre de Lucas había hecho la dolorosa denuncia policial ante la falta de comunicación con su hijo. Santiago estuvo un rato con él, intentando un consuelo o un atisbo de esperanza. Revisaron juntos las redes sociales del muchacho sin hallar una sola pista sobre su posible paradero. 

Caminó hasta el baño en pantuflas y calzoncillos. Se rascó la cabeza, bostezó otra vez y se metió bajo la ducha.

—Tenemos mucho trabajo hoy —habló con el perro que bloqueaba la puerta, esperándolo—. Tengo que encontrar a Luquita, ¿sabés? Y si el desgraciado de Trelles tiene algo que ver ¡me voy a asegurar de que lo encierren hasta que se muera!

Dejó que el agua caliente le corriera por la espalda mientras su cerebro procesaba, una vez más, el recorrido que había hecho su compañero. ¡Ni siquiera se había llevado el auto porque iría cerca y regresaría! Cerró la canilla y se envolvió en un toallón. Fue a la cocina, seguido de cerca por Homero que esperaba su comida.

—¡No tendrás hambre! —exclamó con media sonrisa— ¡Estuvimos comiendo hasta las cinco de la mañana!

¿O eran las seis? Había perdido la noción del tiempo. Dos veces había llenado el plato al perro y él devorado dos paquetes de papas fritas, tres alfajores y unos deliciosos sandwiches de pavita que Elvira había dejado preparados en la heladera.

Tomó una aspirina, llenó el plato rojo de Homero con unos gránulos sacados de una bolsa amarilla a los que roció con un poco de leche, se preparó un tazón de café y trajo la laptop de la habitación para colocarse los anteojos y volver a sumergirse en la pantalla. Insertó el pendrive donde estaban las fotos de los discos de Carolina Machado.

Pulsó en el archivo llamado Bad wed. Allí se veía al juez Marcucci bailando con un joven de torso desnudo y abdominales marcados. Soltó una sonrisa. El juez tenía la corbata atada en la parte superior de su cabeza, a modo de vincha y, en la mano, un vaso con alguna bebida oscura.

Santiago se acodó en el escritorio y atrapó sus mejillas con las palmas, ya había visto la escena y sabía lo que venía: un largo y apasionado beso entre el juez y el muchacho. Meneó la cabeza sonriendo.

—¡Qué travieso éste Marcucci! —pronunció en voz baja, mirando a Homero que jugueteaba con una pelotita de felpa—. No está haciendo nada de malo, claro —murmuró, regresando la atención a la pantalla—, se está divirtiendo... y es su derecho... Pero alguien grabó estas escenas... ¿Con qué fin? —Homero se quedó quieto, con la pelotita entre las fauces, viéndolo, como cada vez que formulaba una pregunta—. Y hay muchas más fotos, más osadas, más atrevidas... Esta mujer, Carolina, ¿estaría chantajeando al juez y a los otros que aparecen allí? ¿Ese sería el trabajo del que le habló a su hija? Parece una fiesta. ¿Habrá estado ahí? ¿O alguien le habrá enviado los videos y las fotos? ¿Serán todos los videos de la misma fiesta, la misma noche?... —Bebió un sorbo de café y leyó—: Bad wed. —El perro volvió a su juego—. En nuestro magro conocimiento de inglés —continuó Santiago, hablando solo—, bad significa «mala, malo, mal...» ¿verdad? ¿O es «mojado»? No, «mojado» es wet... Más bien parece una fiesta de cumpleaños o de... wed... ¿wedding?...¿Será un casamiento? ¿De quién? ¿Serán diferentes fiestas? —Pasó el cursor por algunos rostros y los acercó. A algunos los había reconocido la noche anterior. Había un deportista muy famoso, un abogado... —¡Dios mío! Mirá, Homero, ese es... —Sí, el famoso conductor de televisión también estaba allí. Dejó salir una estupefacta carcajada y se tomó la barbilla con una mano. Homero observó con resignación a su pelotita rodar hasta debajo del mueble—. ¿Ese chico que está en el video, será el que estaba en el auto?... Era bastante tarde, ¿no? ¿Iría a otra fiesta con su...? ¿novio? —Frunció los labios y observó al perro por encima de los lentes—. ¿Te aburriste de jugar? —Abrió Google y tipeó el nombre del juez. Apareció un listado de entradas. Juzgado Nacional Juvenil , rezaba una de ellas—. ¡Qué hijo de...!  —Otra entrada, en Wikipedia decía que estaba casado con Mariana Dupond y tenía tres hijos—. ¿Se puede ser tan...? —interrumpió el monólogo al ver una tercer entrada que encendió sus alarmas: Blanca Martínez. La abrió: Aníbal Marcucci fue el juez de la causa.

La sangre ajenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora