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Román estaba sentado con una pierna apoyada sobre el escritorio y los brazos cruzados. Observaba el nervioso ir y venir de Johny que, lloriqueando sin parar, recorría la oficina de punta a punta enfundado en un ajustado calzoncillo blanco, la bata mandarina revoloteaba a cada paso que daba, calzaba chinelas plásticas de color fucsia. 

Estaba acostumbrado a las estrafalarias formas de Johny y a su ácido sentido del humor. Pero esta vez rezumaba angustia y no sabía cómo ayudarlo.

—¿Qué hacemos? —preguntó.

Johny, que llevaba más de veinte minutos haciendo el mismo recorrido y desgranando las mismas lamentaciones, se detuvo en seco, lo miró con dolor y tiró, de manera teatral, los faldones de la bata hacia atrás.

—¡Esperar! —chilló con los brazos en alto. Enseguida se arrepintió de haber levantado la voz—.  ¿Qué otra cosa podemos hacer? —preguntó en tono más bajo—. ¡Tenemos que esperar hasta que nos manden a alguien para limpiar este desastre! —Con un gimoteo continuo se dejó caer en el sillón. Sacó un pañuelo del bolsillo de la bata y ocultó su enrojecido y lloroso rostro—. ¡Como si fuera una cosa! ¡Pobrecito! 

Román frunció la boca, suspiró y se puso de pie.

—Voy a buscarme un café, ¿querés algo?

—No, gracias —murmuró. Enseguida agregó—: ¡No digas una palabra a nadie!

—Quedate tranquilo —replicó el otro en voz baja.

Pese al enorme dolor, Johny no pudo evitar observar a Román mientras salía de la habitación: era un muchacho atractivo, con un lindo trasero. Nunca se había dejado seducir por nadie de La Colmena. Era la figurita difícil del lugar. Cada uno de ellos, alguna vez, se había acostado o mantenido escarceos fogosos con algunos de sus compañeros. Excepto Román. Ni con chicos ni con chicas. Tampoco aceptaba clientes. Solo se ocupaba de las drogas. Era el único que tenía habitación en solitario. Estaba en el último piso, al lado del salón donde se guardaban las cajas y bolsas de mercadería, y permanecía siempre cerrado. Los dos únicos juegos de llaves estaban en poder de Mateo y de Román. 

Este último había montado un sistema de seguridad por si alguna vez los sorprendía la policía. Johny no tenía idea en qué consistía tal sistema, pero lo tranquilizaba el hecho de saber que estarían protegidos si caía una redada. Además, con los clientes que tenían, difícil que tuvieran demasiados problemas. Era lo que afirmaba Mateo. Su Mateo.

Pensar en él le cerró la garganta. Realmente amaba a ese hombre tosco y gordo que había salvado su vida varios años atrás, cuando intentó suicidarse cortándose las muñecas primero, colgándose de una viga después.

Lo había conocido en un pub, cuando el obeso andaba «pescando chicos perdidos».

Así llamaba a todos esos jóvenes que andaban por la vida sin rumbo, solos, sin sueños y sin un alma que los proteja. Mateo los reclutaba tras asegurarse de que fueran confiables. Una vez zanjado el primer acercamiento, los visitaba en los lugares donde vivían, podía ser debajo de un puente o alguna casilla de chapas. O los llevaba a un sucucho que frecuentaba, cerca del Obelisco. Después de quedar convencido de que podía confiar en ellos, les ofrecía una vida en el Santuario, como solía llamar de forma burlona a La Colmena, que no era otra cosa que un antro donde unos jueces malintencionados, llevaban a otros chicos, tan perdidos ellos, para explotarlos. Portillo intentaba cuidarlos lo mejor posible. Johny desconocía el verdadero propósito de La Colmena, aunque como no tenía un pelo de tonto, lo intuía. Y callaba por la misma razón.

Mateo les hablaba con dulzura a los ingresantes, les explicaba que no estaban prisioneros, que podían irse cuando quisieran, que allí tendrían trabajo, comida, una cama caliente. Y se ganarían algunos pesos.

La sangre ajenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora