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Fue el de Morales, justamente, el primer rostro que vio cuando llegó a la comisaría.

—¡Qué carita de sueño, Indi! —expresó la mujer con una sonrisa.

—Dormí poco —se excusó ella mientras saludaba a la compañera del turno de la noche, que le dejaba el conmutador—. ¿Vos? ¿Estuviste de guardia?

—Me tocó patrulla —contestó Sara, metiendo los pulgares en su cinturón y separando las piernas. Indiana odiaba esa postura y, sobre todo, la sonrisa de suficiencia que se le dibujaba en el rostro.

—Ah ¿sí? —Colgó el bolso, con la laptop dentro, en el respaldo de la silla y se concentró en los papeles sobre el tablero—. ¿Mucho delito?

—No, no. Un par de rateritos sin importancia. Tranqui todo, por suerte. ¿Saliste, vos?

Indiana acababa de sentarse y levantó los ojos, asustada, el tono en la voz de la oficial la intranquilizaba.

—No.

—Como dijiste que dormiste poco y te vi....

—¿Adónde me viste?

Morales se acercó a su oído. —Te vi salir de la casa del inspector —susurró con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Me estás espiando? 

—¡No! ¿Para qué te quiero espiar yo a vos? —Se alejó, ofendida—. Espero que lo hayas pasado bien. Me voy. Hasta mañana.

La muchacha quedó temblando como una hoja. Se levantó y cerró la puerta con la respiración entrecortada. Miró a través de la mampara hasta que la perdió de vista, abrió el bolso y sacó la laptop. La conectó apoyándola sobre el piso y esperó el inicio.

«Sara Morales» tecleó mientras se cercioraba de que nadie entrara en el diminuto despacho. La alarma del conmutador sonó y se sentó en la silla, a atender. Un altercado familiar. Envió el alerta a las patrullas y regresó al piso donde revisó la pantalla. Allí aparecía el legajo que buscaba. Lo leyó rápidamente, si alguien la veía revisando los archivos de la policía en su computadora personal la despedirían de inmediato. Y ya tenía bastante con su «incidente», por el que le había prohibido portar armas, como para cargar, también, con una acusación por robo de información confidencial. Tecleó y envió el archivo por mail. Luego cerró el aparato y volvió a meterlo en su bolso. Envió un texto a través del móvil y continuó trabajando como si nada. Un poco nerviosa, pero lo disimuló lo mejor que pudo.

Lo despertaron los lengüetazos de Homero en su rostro

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Lo despertaron los lengüetazos de Homero en su rostro. Abrió los ojos y lo primero que vio fue a un joven de pie frente a él, cruzado de brazos, que lo miraba con ojos divertidos.

—¿Qué... Qué hora es? —preguntó.

—Las doce del mediodía —contestó Johny—. Tenemos hambre.

Santiago se acomodó en el sillón con gestos de dolor, había dormido sentado y la columna y el cuello se lo hicieron pagar.

—¿Le diste de comer a Homero? 

La sangre ajenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora