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La tal Natacha tenía el cabello cobrizo y brillante, llevaba gafas oscuras y una chalina de gasa roja en el cuello. Vestía solero largo color maíz, sandalias altas, doradas, y un bolso de tela brillante. Remataba el look una pamela blanca con cinta de raso rosa.

Santiago se puso de pie para saludarla e invitarla a sentarse.

—Cierre la puerta, oficial. Gracias. —Con esa escueta frase y una mirada severa, despidió a Sara Morales. Ella levantó las cejas, irónica, y cumplió la orden.

A Santiago, Natacha le resultó un poco extravagante, tuvo la impresión de que cierto asombro se apoderó de ella cuando lo miró a los ojos, por encima de los lentes.

—¿En qué te puedo ayudar?

—Cierre las cortinas y la puerta.

La respuesta lo sorprendió, pero no dijo nada; obedeció, aunque con reticencia. Había algo en aquella muchacha que le resultaba vagamente conocido, como si la hubiera visto antes.

Cerró las cortinas de tablillas plásticas que cubrían los vidrios y trabó la puerta.

—Bien —dijo, ya sentado al escritorio—. Todo está cerrado.

—¿No hay cámaras aquí dentro? —La joven tenía la cabeza gacha y se aferraba al bolso brillante que apoyaba en su falda.

—No, no las hay —mintió. Por supuesto que había cámaras, era una comisaría. Escudriñó puntillosamente a su visitante, llevaba peluca—. ¿Podrías decirme tu nombre completo, por favor?

—Soy Natacha y punto. Alguien me dijo que usted puede ayudarme —expresó ella con voz suave, pero firme—, nadie debe saber que vine.

Temblaba. Tenía miedo. Y hubo algo más que Santiago observó y que lo hizo proponer:

—¿No preferís que vayamos a tomar un café? ¿Así me explicás mejor? Tal vez te sientas más cómoda en otro lugar. 

La joven levantó fugazmente los ojos y asintió con la cabeza.

Sin decir más, se levantaron. Araneda agarró el saco y salieron de la oficina en completo silencio. Atravesaron la recepción entre las miradas socarronas de algunos, curiosas de otros y una —la de Indiana— dubitativa, que los siguieron hasta que llegaron al estacionamiento.

Morales los observó con una ceja levantada, luego se alejó rápido por las escaleras.


—Oro y Santa Fe —dijo Natacha, ya ubicada en el auto—. Hay un barcito donde podemos hablar tranquilos.

—¡Eso está al otro lado de la ciudad! ¿No hay algo más cerca? —preguntó el policía sonriendo. Ella se encogió de hombros y giró la cara hacia la ventanilla.

—Los autos de la policía tienen cámaras, ¿no?

—¿Por qué? ¿Sos alguna famosa que tiene miedo a las cámaras? —bromeó él, mirándola de soslayo—. Este es mi auto particular así que no, nadie te está filmando. —Esta vez no mentía.

—Nos conocimos en la plaza —dijo ella al tiempo que se quitaba las gafas, la pamela y el cabello—. ¡Casi muero de susto cuando entré a la oficina y me di cuenta de que era usted!

Santiago volteó a su derecha con la sonrisa ladeada. Entonces levantó las cejas; si bien se había dado cuenta de que no era una chica, no esperaba que fuese el chico de las zapatillas rojas, el que había jugado con Homero y se había colado en su sueño. «El chico del video».

—Ya veo.... —murmuró—. ¿Quién sos?

—Johny. Por ahora sólo Johny. —El muchacho se revolvió el pelo con la mano, estaba nervioso y no lo ocultaba—. ¿Cómo está Homero?

La sangre ajenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora