22

13 4 8
                                    

Elvira, que estaba a punto de entrar a su casa, giró sobre sí misma, con las llaves en la mano, al escuchar una voz conocida.

—¿Estás bien? —La pregunta provenía del conductor que estacionó a sus espaldas. 

—¡Santiago! ¡Homero! —El perro tenía la cara fuera de la ventanilla y la miraba con ojos alegres.

Araneda descendió y caminó hacia ella con los brazos abiertos.

—¡Estaba preocupado! —exclamó al estrecharla contra sí.

—¡Perdón! —suplicó ella—. ¡Es que me cayó una urgencia!

—No te preocupes, ¿estás bien? ¿Hay algo que pueda hacer por vos?

Elvira sonrió, algo avergonzada.

—Estoy bien, estoy bien —repitió.— ¿Venías a verme o estabas de paso?

—A dejarte a Homero, la verdad. Pero si es mucha molestia...

—¡No! —interrumpió ella con evidente alivio— ¡Cómo va a ser molestia! ¡Me alegro de que sigas confiando en mí!

—¡Por supuesto, mujer! Pero vas a tener que prometerme una cosa.

Elvira sacudió las manos en el aire.

—¡No lo dejo más, te lo juro!

Así diciendo, Santiago abrió la puerta del auto y Homero la saludó con un par de ladridos, moviendo la cola.

—Me llamás si te tenés que ir.

Elvira afirmó y se acercó a rascar el pescuezo del perro.

—¡Hola, bonito! —Homero le lamió la mano y se revolcó en los asientos traseros sin mostrar la menor intención de bajar, a diferencia de otras veces cuando, nada más llegar, saltaba raudo a meterse en los jardines de la vecina. 

A Santiago le llamó la atención su comportamiento, Elvira no pareció percatarse y continuó haciéndole gracias y monerías.

—No sé qué le pasa —comentó el hombre—, parece que no quiere bajar.

—Debe estar ofendido porque lo dejé solo —rio ella.

—Y atado...

—¡Es que tuve miedo de que se escape!

—¿Por dónde? ¿Sabés el lío que tuve que hacer para sacarlo de acá? —Ante la mirada culposa de la mujer, la abrazó cariñosamente—. ¡No estés mal, Elvira! ¡Homero! —llamó dando suaves palmaditas sobre su muslo. El perro dio dos cortos ladridos pero no bajó. Por el contrario, se arrellanó contra la puerta contraria con la lengua afuera.

—¡Ya se le va a pasar! —exclamó ella con rostro preocupado—. Ahora le lleno el plato de Trocitos con leche tibia y va a estar todo bien, vas a ver. Dale, traelo.

Marchó con su manojo de llaves rumbo al portón de entrada. Araneda se sentó en el asiento del acompañante y miró al perro que lo observaba, a su vez, con ojos tranquilos.

—¿No querés quedarte con Elvira? —Era la primera vez que sucedía algo así. El animal apoyó la quijada sobre el asiento trasero con las pupilas hacia arriba y las orejas bajas.

—¡No me pongas cara de lástima! —rio el policía—. Es un ratito, nada más.

Miró su reloj y luego a Elvira, que ya había encendido las luces y caminaba hacia ellos moviendo los brazos de arriba a abajo.

—¡Homero! ¡No me hagas quedar mal! —decía— ¿Qué va a pensar Santiago? ¡Que te hice algo malo!

—No te preocupes —dijo éste mientras cerraba la puerta y rodeaba el vehículo para subirse en él—. Ya me las arreglaré. ¡Te veo mañana, amiga!

La sangre ajenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora