Era una hermosa tarde de sábado, los días frescos iban cediendo paso a los primeros calores de primavera y las calles se encontraban alegremente concurridas. Pese a la gran cantidad de autos estacionados, Araneda no tuvo inconveniente en hallar un lugar para el suyo.
Bajó con el morral colgando del hombro, esperó a que cambiara el semáforo y cruzó la avenida con las manos en los bolsillos del pantalón. Una muchacha, que venía en dirección opuesta, le sonrió y él le correspondió, para sorpresa suya, ya que las preocupaciones lo abstraían del entorno.
Santiago andaba por los cuarenta y cinco años en aquel entonces, hoy ya rebasa los cincuenta, de todos modos, sigue siendo un hombre pintón, aunque su vientre abulta ligeramente. Sus ojos, de un color celeste claro, le dan un aspecto angelical que gusta mucho a las mujeres de cualquier edad. Ni hablar de su sonrisa y sus hoyuelos que, según su propia consideración, son su mejor arma de conquista.
Ya en la acera de enfrente, inspeccionó los números de los edificios cercanos hasta encontrar el que le diera Aruzzi. El 202 de Pedro Goyena era una construcción moderna con balcones amplios, panel eléctrico en la entrada, cámaras y llaves magnéticas.
«No le fue tan mal con el retiro», pensó. Aunque el modo en que se vio obligado a dejar sus actividades no era en absoluto envidiable. Buscó el quinto «A» en la placa de llamadores y pulsó. Una lucecita roja se encendió a la altura de su frente. La miró y sonrió.
—¿Quién es? —preguntó una voz femenina con viso autoritario.
—Buenas tardes. Mi nombre es Santiago Araneda. Hablé con Ramiro hace un rato, me está esperando.
—Aguarde, por favor.
Se acercó a los vidrios tintados que le impidieron ver hacia adentro. No tenía idea si alguien le abriría o sonaría una chicharra.
De pronto, la puerta se abrió y un señor de traje lo escudriñó, muy serio. Tras preguntarle a qué piso iba y registrar su nombre, lo dejó pasar.
El hall era imponente: pisos con desniveles de porcelanato negro y juntas doradas, asimétricos sillones violetas con almohadones blancos. El techo mostraba decenas de lámparas dicroicas, dos de las paredes estaban completamente espejadas y, en los rincones, unos enormes maceteros con plantas de carnosas hojas verdes otorgaban un aire de frescura al lugar.
—Por aquí —indicó el portero. Santiago fue tras él, subió dos peldaños y salió a un pasillo blanco donde lo esperaba la entrada de un ascensor; se introdujo y apretó el botón correspondiente. El portero esperó, con las manos tras la espalda, hasta que las hojas se cerraron.
Al llegar, golpeó despacio la única puerta del palier, que se hallaba entreabierta.
—¡Adelante! —Era la voz de Aruzzi. Cerró con cuidado tras de sí y caminó por un largo pasillo apenas iluminado por una lámpara blanca. Al fondo, la sala no necesitaba luz artificial, el sol entraba a raudales por una puerta ventana junto a la cual lo esperaba Ramiro sentado en una moderna silla de ruedas motorizada.
Los dos hombres se abrazaron como grandes amigos aunque, en realidad, no lo eran. Se habían conocido y trabajado juntos unas pocas veces, pero nunca habían tenido la oportunidad de estrechar lazos. Cuando Aruzzi estaba activo era inspector en una comisaría mientras que Araneda era subinspector en otra. Habían coincidido en algunos operativos y algún festejo de la fuerza, pero nunca ahondaron la relación. Incluso, cuando en 2010, Aruzzi sufrió aquel terrible atropello con fuga que lo postró, Santiago había pedido autorización para ser uno de los investigadores del caso, pero el Comisario Juárez se lo negó.
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La sangre ajena
Mystery / Thriller✔Policial clásico. ✔Completa. El dinero va y viene. La sangre no. El cadáver de una mujer es hallado en un departamento. La única pista que el inspector Santiago Araneda encuentra, es un contacto en el celular de la víctima: el número de un poderoso...