—Araneda, hay algo que tenés que saber. Te espero en media hora en Corrientes y Medrano.
—¿Quién...?
Pero la comunicación se había cortado. Santiago miró el teléfono, como si lo viera por primera vez, al tiempo que tanteaba la perilla del velador. «Número desconocido», decía la pantalla. El reloj marcaba las seis cuarenta y cinco de la mañana.
—¡Dios!
Homero se desperezó sobre la alfombra y lo miró, soñoliento.
Santiago refunfuñó y decidió levantarse o se quedaría dormido de nuevo. Calzó sus descoloridas pantuflas y fue al baño. La voz era la de Aruzzi, estaba casi seguro, aunque no podía afirmarlo con total certeza. De todos modos, pese al cansancio y a la necesidad de dormir al menos un par de horas más, asistiría a la cita. Esa esquina era la del «accidente» de Aruzzi.
—¿Cómo hago para llegar en media hora hasta Corrientes y Medrano? —le preguntó al perro, que lo seguía con la mirada—. ¿No vas a hacer pis?
Homero se incorporó con lentitud y marchó, resignado, al lavadero.
Luego de una ducha veloz, Santiago se vistió a toda prisa. Se alisó el cabello con la mano. Una incipiente barba de dos días le recordó que debía comprar una maquinita descartable por el camino. Tal vez en la comisaría podría afeitarse. No había tiempo para llevar al perro hasta lo de Elvira así que, con un poco de pena porque odiaba atarlo, le colocó el arnés.
—¡Vamos! —El animal subió al auto moviendo desesperadamente la cola—. Te gusta viajar ¿eh ?
Colocó la sirena sobre el techo del vehículo y apretó el acelerador, no quería que Aruzzi —o quien sea que lo hubiese llamado—, se fuera. De todos modos, llegó con diez minutos de retraso.
Estacionó sobre Medrano, hizo bajar a Homero, enganchó el arnés a la correa y caminaron juntos.
Los vendedores ambulantes pasaban entre los vehículos detenidos en el semáforo, ofreciendo plumeros para autos, limpiadores, portadocumentos, etc. Uno, en particular, llamó poderosamente la atención de Araneda: barba, bigotes espesos, anteojos negros y gorra con visera. Se paseaba entre los coches en una destartalada silla de ruedas y ofrecía cargadores telefónicos para automóviles.
Santiago sonrió, se detuvo a poco de llegar a la esquina, segundos antes de que las luces cambiaran a verde. Los ambulantes subieron a la vereda. El de la silla de ruedas subió también con admirable destreza. Homero lo olfateó de buen grado y el hombre le acarició la cabeza.
—Me reconociste —afirmó, sin dejar de hacerle monerías al perro.
—No fue difícil, esperaba que fueras vos. ¿Qué hacés acá, vendiendo chucherías?
—No puedo estar encerrado todo el tiempo, tengo que salir a la calle. Me gano unos pesos, de paso, me divierto un poco. —Aruzzi sonrió, jocoso, moviendo los hombros—. ¿Así que este es Homero?
—Sí. Me tenés que explicar cómo es que vivís en un edificio de cinco estrellas con lo que ganás de la venta ambulante.
El hombre soltó una estruendosa carcajada.
—Después te explico. Atendeme: sé de muy buena fuente que boletearon al mandamás del aguantadero ese del que te hablé, el de...
Fuera de la seguridad de su hogar, Aruzzi tenía miedo hasta de pronunciar el nombre de Armando Trelles.
—Sí, entiendo —contestó Santiago sin dejar de mirar a los vendedores que habían vuelto a caminar entre los autos—. ¿Cómo te enteraste?
—Eso no te lo puedo decir. El tema es que, según mi contacto, no van a encontrar el cuerpo.
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La sangre ajena
Mystery / Thriller✔Policial clásico. ✔Completa. El dinero va y viene. La sangre no. El cadáver de una mujer es hallado en un departamento. La única pista que el inspector Santiago Araneda encuentra, es un contacto en el celular de la víctima: el número de un poderoso...