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—¡Al fin llegaron los estudios del señor Trelles! —exclamó Julián al abrir el sobre que acababa de recibir.

—¿Y desde cuándo sabés de análisis, vos? —preguntó Carlos Gervassi de forma burlona—. ¡Si yo te digo que Armando no tiene nada, no tiene nada!

El secretario leyó la hoja y la volvió a meter en el sobre con un gesto de fastidio. 

—Entiendo mucho más de lo que creés, doctor —dijo con cierto retintín—. Pero entonces, si los estudios dicen que no tiene nada ¿qué le pasa a este hombre?

El médico se acomodó en el sillón y cruzó las piernas.

—Habrá que hacerle otro tipo de análisis, encefalograma, resonancia. Tal vez tiene alguna enfermedad mental, no lo sé. ¿Me dijiste que el sábado se olvidó que Penique tenía veterinaria?

—Eso me pareció. O no se dio cuenta en qué día de la semana estábamos, no lo sé. Mencionó que le pareció ver algo que se movía en el parque y pensó que podía ser el perro.

—Tal vez le empieza a funcionar mal la cabeza —sugirió el médico, pensativo.

—¿¡Creés que se está volviendo loco!?

—¡No se qué decirte, nene! —Se puso de pie y se estiró el pantalón—. Yo pensé que se le había dado por el trago, pero parece que no.

—No, no. Solo toma un poco de alcohol cuando hay una reunión importante, nada más.

—¿Hablaban de mí? —La voz de Trelles resonó en la escalera. Su gesto oscilaba entre interrogante y sarcástico. Odiaba que sus subordinados hablaran de él a sus espaldas, pero sabía que no podía evitarlo. Suerte que eran su amigo de toda la vida y su mano derecha. Dos hombres en los que podía confiar a muerte. Siempre y cuando ellos desconfiaran uno del otro.

—¿Cómo te sentís? —preguntó el médico girando hacia él.

—¡Bárbaro! ¿Cómo luzco? —Extendió los brazos y dio una pequeña vuelta. Vestía un pantalón de hilo y una camisa blanca. Estaba bastante pálido y algo ojeroso.

—¡Fantástico! —exclamó el secretario—. Aunque le haría bien tomar un poco de sol.

Trelles asintió.

—Justamente, tengo pensado dar un paseo con Penique, por el parque. ¿Me acompañan?

—Si no te molesta —se excusó Gervassi—, vuelvo en un rato, vine para saber cómo seguías y ver los resultados de los estudios. Tengo que hacer un trámite urgente con la vieja y vuelvo.

—De acuerdo, dale mis saludos a Graciela. Y a ver cuándo vienen a cenar.

—Cuando vos digas.

A Gervassi, en realidad, no le hacía ninguna gracia depender de Trelles para los tratamientos de su madre, pero, pese a su título en medicina, había lujos que no podía darse y quería lo mejor para ella. Por eso soportaba la soberbia de su amigo.

Armando le había pedido, entre otras cosas, que mantuviera vigilado a Julián y a la gente que trabajaba en la mansión, algo no le olía bien y no era bueno para el negocio. «Cuando el jefe tiembla es porque alguna estantería está por caerse» pensaba Gervassi. Lo que no sabía era que le había pedido lo mismo a Julián: que lo vigilara a él y a las chicas. No es que Trelles desconfiara de su propia hija sino que temía por ella. Tampoco recelaba de Georgina, pero... mejor conocer sus movimientos.

Los amigos estrecharon las manos y Julián acompañó a Gervassi a la salida. Armando se quedó de pie junto a la ventana observando la arboleda del fondo. Otra vez sonrió. Se sentía lo suficientemente fuerte como para volver a batallar con la amiga de Delfina. Pero su inicio de excitación se vio interrumpido con el recuerdo de Mateo Portillo. ¡Maldito gordo! ¡A quién carajo pondría en su lugar, ahora!

La sangre ajenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora