El teléfono sonó en alguna parte como si pretendiera perforarle los oídos. Abrió un ojo, cuyo párpado pesaba más de lo normal, y espió el radio reloj: las tres cincuenta y ocho. No había dormido lo suficiente. Medio atontado, se incorporó. Un llamado a esa hora, por lo general, implica peligro. O algo serio, al menos.
Para cuando dio con el aparato la comunicación se había cortado.
De haber estado Homero habría ladrado al primer zumbido. Tanteó la mesa de noche buscando los lentes, al no encontrarlos entrecerró los ojos para enfocar el nombre que aparecía en pantalla: Comisario Benítez.
«¡Lucas!». Presionó el retorno de llamada, encendió el velador y salió de entre las sábanas con un estornudo. La ausencia de Homero le había permitido encender el aire acondicionado y se estaba helando. Tenía que apagarlo.
—¡Araneda! —gritó el superior al otro lado de la línea— ¡Estoy camino a la comisaría, andá para allá! ¡Localizaron el celular de Barlutto!
Quiso preguntar dónde, pero no le dio tiempo. Cortó, apagó el aire, fue al baño y se aseó rápidamente. No hubo ducha ni desayuno, ni siquiera se afeitó como lo hacía a diario. Sacó del placard la primera camisa que encontró y se vistió con el mismo pantalón del día anterior. Se alisó el pelo con las manos, tomó las llaves, el morral, el celular y, luego de cerciorarse de que el pendrive, compartido horas antes con Aruzzi, se encontraba aún en el bolsillo del saco, salió.
Un ligero temblor le recorrió la espina. Extrañaba a Homero. No estaba seguro de si había cerrado bien la ventana del comedor, había escuchado en alguna parte que, tal vez, llovería. Nada tenía importancia. Homero estaba bien con Elvira y, si el comedor se mojaba, lo secaría después. Lo importante era Lucas. Encontrarlo. Que estuviera bien.
Aún estaba oscuro afuera. El cielo se veía nuboso. Mientras conducía, repasó mentalmente lo hablado con Aruzzi, la entrevista con Trelles, el cuerpo destrozado de Carolina Machado, Delfina Trelles y su disposición a colaborar, el secretario con apellido de isla, el médico con cara de desconfianza, el juez, la misteriosa Colmena. Todo rodaba por su cabeza como en una película acelerada.
A esa hora la ciudad estaba desierta. Otro día cualquiera, habría disfrutado de ser un conductor solitario recorriendo las calles, pero no podía permitirse el disfrute aquella madrugada. No hasta saber qué había sucedido con su compañero. Necesitaba llegar a la comisaría, conocer la localización exacta del teléfono, ir hasta ese lugar. Ver. Lo que fuera que hubiese que ver.
Ni siquiera se tomó tiempo para estacionar, dejó el auto en el playón y le lanzó la llave a uno de los muchachos que lo custodiaban. Ya lo conocían. Por lo general, al inspector le gustaba estacionar él mismo su coche, lo hacía meticulosa y tranquilamente; llegaba siempre de excelente humor. Pero en algunas, raras, contadas ocasiones, todo en él parecía eléctrico, apenas saludaba. Como aquella mañana. Los chicos del estacionamiento estaban en conocimiento de la causa. Por eso ni siquiera bromearon.
—¡Inspector! —llamó Benítez, saliendole al cruce en el recibidor—. La compañía telefónica nos avisó que el aparato está en Ezeiza. Ya salimos para allá.
—¿Ezeiza? —preguntó incrédulo.
—Ezeiza —repitió el comisario al tiempo que firmaba unos papeles que le extendía Indiana, una preciosa joven de oscuro cabello enrulado, a quien Santiago saludó con una sonrisa. La chica retribuyó de igual modo—. El equipo forense está en camino —continuó hablando Benítez—. Yo voy con los de táctica. Quedás a cargo acá.
La palabra «forense» le produjo escozor, pero era el procedimiento que debía seguirse.
—De ninguna manera —respondió Santiago con firmeza—, yo voy con ustedes.
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La sangre ajena
Mystery / Thriller✔Policial clásico. ✔Completa. El dinero va y viene. La sangre no. El cadáver de una mujer es hallado en un departamento. La única pista que el inspector Santiago Araneda encuentra, es un contacto en el celular de la víctima: el número de un poderoso...