Capítulo 1

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El embravecido mar gris pizarra arañaba rítmicamente la estrecha franja de arena, tirando de la hierba de la playa, excavando el suelo y aflojando las rocas del litoral. La espuma picoteaba los ojos de los hombres cuando se acercaban a comprobar las amarras de sus barcos. La sal cubría sus barbas y sus cejas. Todos se habían bajado el ala del sombrero.

El Viejo Benedikt se hizo visera con la mano para escrutar la lejanía y calibrar el estado del cielo a través de la cortina de lluvia.

-¡No abrirá hasta dentro de un buen rato, hasta la noche nada! -dijo a voces, pero el vendaval se llevó sus palabras y los demás, que estiraban o enrollaban sus cabos, ni le oyeron ni le contestaron.

Las mujeres permanecían en sus casas: luchar contra los elementos era cosa de hombres. Desde allí escuchaban el rugido del viento en las chimeneas, los desgarrones en el tejado de paja y los lloros de sus aterrados hijos. Mantenían el fuego encendido, removían la sopa, acunaban a los bebés y esperaban. La tempestad pasaría, el mar recobraría la calma. Como siempre.

En los años posteriores, la historia de Agua Clara adoptó distintas versiones. Fue contada y recontada; ciertas cosas se olvidaron o se inventaron o se cambiaron, pero siempre se respetó esta verdad: que la joven procedía del mar y que fue arrojada a tierra durante una pavorosa tempestad decembrina.

Algunos decían que la encontraron más tarde, cuando las raudas nubes se apartaron y dejaron ver el sol crepuscular. Que estaba en la playa, con la ropa rasgada, y que la dieron por muerta hasta que rebulló y abrió los párpados para enseñarlea esos ojos verde oscuro jaspeados de ámbar que todos recordaban por igual.

Otros decían que no, que fue Andras el Alto quien la vio entre las olas y se lanzó al mar y la agarró por los largos cabellos mientras ella se agarraba a su vez a un grueso madero; que nadó arrastrándola hasta que hizo pie y que cuando lo vieron allí, en el proceloso mar con ella en brazos, la cabeza de la joven apoyada en su barba, Andras se limitó a pronunciar dos palabras:

-¡Es mía!

Los niños afirmaban que la habían traído los delfines e, inspirándose en ello, inventaron juegos y canciones; pero era pura diversión: ninguno acababa de creérselo.

Otros musitaban «sirena» de tarde en tarde, cuando la recordaban, pero como si hablasen de una fantasía. Las historias de ninfas marinas no eran ninguna novedad, se contaban a menudo y en todas ellas se hablaba de mudar la piel. Clara había llegado vestida, con la ropa desgarrada por el inclemente océano invernal, pero vestida. Era humana. No tenía nada de ninfa.

Ni de sirena.

Era una joven enviada por el mar que se quedaría con ellos durante el tiempo que durara su conversión en mujer y después se marcharía.

En realidad, quien la rescató fue el Viejo Benedikt en persona. Una vez que la vieron, hubo varios que se lanzaron al mar, entre ellos Andras el Alto, pero fue el Viejo Benedikt quien la alcanzó primero, tras surcar las olas con sus musculosos brazos. Él fue quien logró arrancarle los dedos del mástil que la joven aferraba con todas sus fuerzas, quien se las apañó para que le rodeara el cuello con los exánimes brazos y para sostenerle la pálida barbilla por encima de la espuma. Así llevaba a las ovejas heridas desde el prado a la aldea, sujetándolas contra su pecho.

Por fin, el hombre avanzó de pie hacia la orilla, forcejeando contra la resaca y el fuerte oleaje de las aguas someras, y dejó a la joven en la playa. A continuación comprobó que seguía viva y la cubrió con el grueso chaquetón que se había quitado para meterse al mar. Después le giró el húmedo y blanco rostro hacia un lado y le presionó el tórax a través del chaquetón hasta que ella vomitó agua espumosa y empezó a toser.

The Giver: El Hijo (libro IV)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora