–¿Te acuerdas del Mercado de Canje, Gabe?
–Sí, algo, aunque no dejaban entrar a los niños. Tenías que ser mayor de doce años.
–¡Y menos mal! –repuso Jonás.
Gabe se hizo con otra galleta de la bandeja. Nora cocinaba de maravilla. De postre, había servido unas galletas crujientes llenas de nueces y otros frutos secos. Gabe no las había contado, pero sospechaba que iba ya por la sexta.
Estaba sentado con Jonás en el sofá. Se había bañado y Jonás le había proporcionado ropa limpia. Gabe se alegraba de no tener que regresar esa noche al Hogar de Muchachos, después del desastre de la barca. Los chicos le hubieran tomado el pelo. Seguro que se lo tomaban en los días siguientes, pero al menos esa noche no tendría que aguantarlos ni tratar de sonreír.
Nora estaba acostando a los niños. Gabe se había fijado antes en ella, mientras les daba la sopa y les limpiaba las soñolientas caras, hablándoles bajito del buen día que habían pasado, del picnic y de las flores que habían recogido: el ramillete de amarillas lisimaquias, púrpuras equináceas y verdes helechos que adornaba la mesa en un jarroncito de barro.
A Gabe le interesaban poco los críos; prefería hablar con Trasto, el viejo y orondo perro que dormitaba en el suelo, que con Matthew y Annabelle, con sus manos ávidas y sus risitas estridentes. Cuando Nora se los llevó por fin a la cama, solo sintió alivio. Aunque le hizo gracia que Jonás besara sus sudorosos cuellos y les dijera con afecto «hasta mañanita» mientras ellos se alejaban con su madre.
Aun así... aun así sentía una tristeza inmensa que no acababa de entender cuando veía a Nora con ellos. Sentía un vacío, sentía que en su vida faltaba algo importante. ¿Le habría susurrado alguna vez... vale, alguna mujer? ¿Le habría quitado con suavidad las migas de la barbilla? ¿Le habría mimado? Al describir sus tristes orígenes, Jonás le dijo que los niños eran un «producto manufacturado».
No obstante, a él le parecía recordar algo más. Algo borroso y oscuro; eso era todo, pero estaba allí. Alguien lo había sostenido en brazos, le había hablado en susurros, lo había amado. Estaba seguro. Y también de que conseguiría descubrirlo. Descubrirla. Si aquel desastre de barca...
–No te duermas, Gabe. Sé que ha sido un día muy largo, pero tengo que hablar contigo.
Se había adormilado. Sacudió la cabeza para despertarse y tomó otro sorbo de té.
–¿Del Mercado de Canje? –preguntó–. Apenas lo recuerdo. Solo lo que decía la gente, que en cierto sentido daba miedo, pero que era emocionante. A mí y a los demás chicos nos hubiera encantado colarnos.
–Abrió durante años –explicó Jonás–. En realidad yo no le presté mucha atención hasta que me nombraron Líder. Entonces vi que... –Hizo una pausa cuando Nora volvió con una taza de té y se sentó en una silla cercana.
–Le estoy hablando a Gabe del Mercado de Canje.
Nora asintió.
–Yo no estaba aquí por entonces, pero Jonás me lo ha descrito –le dijo a Gabe. Luego hizo una mueca y sufrió un leve escalofrío–. Da miedo.
Gabe no dijo nada, pero se preguntó por qué hablaban de algo que ya no existía.
–Yo lo consideraba un simple pasatiempo –señaló Jonás–. Todo el mundo se ponía muy elegante, y acicalarse era divertido. Sin embargo, noté que la diversión una siempre acompañada de agobio, de inquietud. Por eso cuando me convertí en Líder empecé a asistir, para vigilar.
Gabe bostezó.
–¿Y qué pasó entonces? –preguntó por pura cortesía.
–Era una especie de ritual. Ese hombre aparecía por el pueblo de tarde en tarde, siempre vistiendo ropa estrambótica y hablando de forma enrevesada. Se hacía llamar Canjeador. Se subía a una tarima y llamaba a los asistentes uno a uno para invitarlos a hacer canjes.