La espalda le dolía de mala manera. Llevaba así mucho tiempo, años, pero últimamente estaba empeorando. A Clara le costaba mucho enderezarse, así que iba encorvada.
Había estado en el Herborista, el hombre que dispensaba medicinas a los vecinos, pero sus remedios eran los mismos que había aprendido al lado de Alys. La tisana de abedul y sauce mitigaban el dolor, pero no lo quitaba.
El Herborista le había formulado la pregunta más obvia:
–¿Qué edad tienes?
–No sé –había contestado Clara; es decir, la verdad. Cuando la sacaron del mar en la aldea donde pasó varios años era solo una jovencita. Allí se convirtió en una joven y, al marcharse de allí, en una anciana, de golpe y porrazo. Lo suyo no era una cuestión de años.
Al Herborista no le sorprendió la respuesta. Muchas de las personas que conseguían llegar al pueblo no se acordaban bien de su pasado. Le prescribió las tisanas de corteza para los dolores pero le dijo:
–Estos achaques acaban por afectarnos a todos: son propios de la edad.
–Ya –dijo Clara, que no tenía ganas de explicarle lo que le había sucedido.
El hombre le levantó el brazo con delicadeza para palpar la fina y descolgada piel, y le examinó con atención las manchas oscuras del dorso de las manos.
–¿Te queda algún diente? –le preguntó.
–Alguno –contestó Clara y abrió la boca para enseñárselos.
–¿Y qué tal ves? ¿Y oír?
A ver y oír aún llegaba.
–O sea –dijo el Herborista, muy sonriente–, que no puedes bailar ni masticar carne, pero sí oír el canto de loa pájaros y mirar las hojas movidas por el viento; entonces te queda mucho por disfrutar. Sin embargo, tu tiempo e más limitado, así que diviértete cuanto puedas. Es lo que hago yo. Creo que soy tan viejo como tú, al menos sufro los mismos achaques.
El hombre le envolvió las hierbas y Clara las guardó en la cesta.
–Nos veremos en el banquete, espero –añadió él cuando ella se volvía para irse–. Podemos ver el baile y recordar nuestros años mozos. Eso también es agradable.
Clara le dio las gracias, se apoyó en el bastón y enfiló por el sendero hacia su pequeña cabaña. A lo lejos oyó los gritos de unos muchachos que jugaban algún tipo de partido con una pelota. Quizá uno de ellos fuese Gabe. Aunque en los últimos tiempos nunca lo veía jugando; lo más habitual era que estuviese solo en el claro de la ribera, martilleando la destartalada embarcación que llamaba su barca. Clara se escondía a menudo entre los árboles para verlo trabajar. En cierto sentido admiraba su dedicación a un proyecto tan raro, pero su deseo de alejarse la entristecía y la desconcertaba.
Cuando llegó al pueblo hacía años le habían dado la bienvenida, como a todos. Entonces la fragilidad de la vejez había sido nueva para ella, y aún la sorprendía cuando se levantaba por las mañanas con los huesos doloridos y rígidos. El recuerdo de correr, de trepar, incluso de bailar, vivía y latía en su interior, pero la fragilidad la hacía temblar y cojear.
Había visto a su hijo por primera vez en ese lugar cuando él contaba ocho o nueve años, recordaba bien ese primer día. El niño iba corriendo por el sendero cercano a la cabaña que le habían proporcionado, llamando a sus amigos, riéndose, su despeinado cabello brillando al sol. «¡Gabe!», oyó decir a un chico, aunque lo hubiera reconocido igual sin escuchar su nombre. Tenía la misma sonrisa que ella recordaba, la misma risa argentina.
En aquel momento se había dirigido hacia él, con la intención de pararlo, de saludarlo y de darle un abrazo. De hacerle quizá la mueca boba que tanto los hacía reír. Pero cuando avanzaba ansiosamente a su hijo, se olvidó de su propia fragilidad, el pie que arrastraba chocó con una piedra y ella se tropezó torpemente. Al enderezarse a toda prisa, vio que el chico la observaba un momento y apartaba la vista con desinterés. Como si mirara por los ojos del otro, Clara vio su propia piel marchita, su ralo cabello gris, sus andares pesados. Guardó silencio y se volvió, pensativa.
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