Capítulo 10

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-Einar dice que lo haga a diario, que me fortalecerá la tripa, donde tengo la cicatriz. Mira.

Alys levantó la mirada de la sopa que removía en la marmita. Observó un momento a Clara, que estaba tumbada en el suelo de la cabaña, con los pies metidos bajo una losa de piedra que sobresalía de la parte inferior de la pared. La chica levantó la mitad superior del cuerpo y se mantuvo inclinada, tensa, un momento antes de tumbarse lentamente otra vez y tomar aire.

-No se te ocurrirá enseñarle la cicatriz, ¿verdad?

-Por supuesto que no, pero le hablé de ella.

Clara se mordió los labios, contuvo el aliento, y volvió a incorporarse y a bajar despacio. Y lo repitió.

-¡Hala! -dijo jadeando poco después-, diez veces. Me dijo que hiciera diez al día.

-Estupendo. Pues ven a comer sopa y pan -repuso Alys-. Yo también te preparé algún brebaje fortalecedor.

La anciana echó un vistazo a las hierbas secas que colgaban de las vigas del techo. Clara la oía murmurar sus nombres -sauce blanco, ortiga, reina de los prados, hidrastis- y dedujo que sopesaba cuáles combinar.

Clara le había contado su plan. Nadie más lo conocía.

La joven pensaba que Alys era la serenidad en persona. Se había enfrentado a tantas adversidades que ya nada la sorprendía ni la consternaba. Clara la había visto suturar la piel y aplicar una cataplasma astringente en la pierna de un niño pequeño cortado al caerse de las resbaladizas rocas, mientras consolaba con su tranquila voz tanto al crío como a la asustada madre. La había visto atender, sosegada pero autoritariamente, los partos más difíciles, con los fetos de nalgas o de lado, la parturienta rogando que la dejaran morir y el padre vomitando en el patio. La había observado con los muertos: la madre de Andras, fallecida de fiebre y tos; un pescador con el cráneo roto por un mástil partido; un niño sacudido por convulsiones desde el nacimiento que murió por fin con cinco años, los ojos en blanco y la boca llena de espuma. Alys se había encargado de ellos, poniéndoles peso sobre los párpados, cruzándoles los brazos sobre el pecho... y de sus familiares. Luego regresaba a su cabaña para lavar sus utensilios, hacer sopa y esperar al próximo aldeano que llamara frenético a su puerta suplicando su ayuda.

Jamás se había asustado, hasta el día en que Einar y Clara le dijeron que esta última remontaba el vuelo.

-¡Ni hablar! ¡De eso nada! -dijo a voces y empezó a balancearse en su mecedora como si tratara de calmar un dolor agudo-. ¡Ay, no, no puedes! ¡Te matarás!

Se volvió con furia para mirar a Clara y añadió:

-¡Morirás en el acantilado! ¡Te caerás y te harás picadillo! ¡He visto cómo se quedaban los otros! Y mira este, que era de pies firmes y ligeros, ¡míralo!, ¡echado a perder para toda la vida! Lo siento, Einar, eres un buen muchacho y yo quise a tu madre, pero eres una ruina andante gracias a esa maldita montaña ¡y no pienso dejar que le hagas lo mismo a mi niña!

-No fue la montaña quien me arruinó, Alys -aseveró Einar. Clara se sorprendió por la súbita seguridad que demostraba el chico. Su voz siempre había sido tímida y vacilante, pero ahora hablaba con seguridad-. Yo también me fortalecí y lo logré. Remonté el vuelo. Lo malo vino después. Y voy a prepararla también para eso. Pero ahora basta con que se haga más fuerte. Es nuestra forma de empezar y necesitamos tu ayuda, Alys, porque Clara quiere a su hijo y debe irse para encontrarlo.

-Por barco -gimió Alys-, si debe irse, que se vaya por barco.

-No, por barco no. No quiero -replicó Clara. El acantilado le daba miedo, pero el mar le daba pánico.

The Giver: El Hijo (libro IV)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora