Capítulo 6

646 36 4
                                    

Siguió haciendo buen tiempo. El sol convertía la espuma de las olas en joyas refulgentes, y los pescadores llenaban las redes a diario con sus rutilantes capturas. En el sembrado de Andras el Alto, el espantapájaros agitaba sus anchas mangas y los cuervos, precavidos, proferían su áspero reclamo y se iban en busca de otros campos, de otras cosechas. La cabeza de calabaza empezó a pudrirse al sol y se plegó sobre sí misma, supurante y morada, como un cardenal. Un estornino audaz descendió planeando para hacerse con un poco de la hierba amarronada que había sido el cabello. La calabaza acabó por caerse al suelo y allí se quedó, de lado. Cuando Clara volvió a pasar por delante para recoger hierbas, solo vio un ruinoso despojo. El recuerdo que una vez había evocado permaneció en el olvido.

La madre de Andras, Eilwen, se debilitó tanto que ya no podía salir de la cama. Alys la atendía allí mismo, sosteniéndole la cabeza para que tomara la infusión de raíz de girasol hervida en agua de manantial. El remedio le calmaba la tos, pero no la curaba.

-No durará mucho -le confió Alys a Clara.

Esta había conocido la muerte en la aldea, porque enterraron a un viejo pescador, y ella ayudó a Alys a amortajar el descarnado cuerpo antes de que sus hijos lo metieran en la caja que le habían hecho. Pero la muerte del pescador se produjo de repente, mientras estaba dormido. Ahora Clara debía presenciar, día tras día, el debilitamiento físico y mental de Eilwen. Cada vez pasaba menos tiempo despierta y parecía encogerse paulatinamente. Por fin, un día, a primera hora de la tarde, en compañía de Andras y de su marido, su respiración se fue haciendo más lenta hasta que se detuvo.

Esposo e hijo le acariciaron la frente a modo de despedida y se marcharon.

Alys escurrió los trapos que sacó de un blade con agua y le dio uno a Clara. Juntas lavaron el delgado cuerpo. La ropa limpia estaba a un lado, esperando.

-El día que te sacaron del mar, yo te lavé así -dijo la anciana.

-¿Creíste que me iba a morir?

Alys meneó la cabeza.

-Se veía que eras fuerte, te resististe un poco -contestó entre risitas mientras secaba el brazo de Eilwen y lo dejaba con suavidad sobre la cama.

-No me acuerdo.

-No, todavía no habías vuelto en ti. Quien se resistía era tu ser durmiente. Toma -añadió dándole un paño seco.

Entre ambas secaron a la fallecida y le cruzaron los brazos sobre el tórax consumido. Tras cepillarle el ralo cabello, Alys la amortajó meticulosamente. Oían a los dos hombres en el exterior, preparando la caja.

-Necesitarán a una mujer -dijo Alys, paseando la mirada por la descuidada cabaña. Los cacharros estaban sin lavar y la manta arrojada sobre una silla tenía manchas y desgarrones.

-Sí -convino Clara-. Los hombres no se ocupan de las casa, ¿verdad?

-Andras el Alto está en edad de casarse -dijo Alys sin rodeos.

-Pues que se case -replicó Clara.

-Él quiere casarse contigo.

Clara sabía que era verdad, se puso colorada.

-Yo no estoy para bodas -masculló.

Alys no la oyó o fingió que no la oía.

-Quiere tener hijos.

-Como todos los hombres, supongo -dijo Clara. Lo había observado en la aldea. Los padres llevaban a sus hijos al trabajo, a los barcos o a los campos; reemplazaban a sus progenitores cuando estos envejecían.

Alys se ocupaba de atar las tiras que mantenían la mortaja en su sitio. Clara la ayudaba en silencio, pensando en el orgullo que habría sentido Eilwen al dar a luz a un bebé tan fuerte como Andras.

Se sentaron. Habían acabado. Dentro de poco llamarían a los hombres, padre e hijo, para que metieran a la mujer en el ataúd. Los aldeanos se reunirían por la mañana para el entierro.

-Aquel día, el día que te cuidé -dijo Alys a Clara-, vi tu cicatriz.

-¿Cicatriz?

-La de tu vientre.

Clara puso su mano sobre la antigua herida, de manera protectora, y miró al suelo.

-No sé... -empezó a decir, pero le falló la vez.

-Es de un corte profundo. Alguien se ocupó de la herida y la cosió. Se ven las marcas.

-Ya.

-Un día lo recordarás, eso y todo.

-Puede.

-Pero me temo que no podrás tener hijos. Creo que te quitaron la posibilidad.

Clara guardó silencio.

Alys se inclinó hacia adelante para subir la llama del quinqué. Estaba oscureciendo.

-Las mujeres pueden demostrar su valía de otra manera -aseguró con firmeza la anciana.

-Sí.

-Ven. Diremos a los hombres que ya pueden entrar a hacerle compañía.

Se levantaron y salieron al crepúsculo exterior, donde Andras el Alto y su padre esperaban bajo una fina llovizna, con expresión resignada.

Clara hizo una lista mental de todo lo que era nuevo para ella. Los colores, por supuesto. Por suerte ya los conocía: el rojo de las bayas de acebo y la cinta de los esponsales; su vitalidad y su energía la maravillaban. Y se llenaba de satisfacción cuando el cielo estaba azul, como en estos últimos días del verano. A veces, cuando el mar se calmaba, también era azul, pero la mayor parte del tiempo era verde grisáceo oscuro y despedía espuma blanca que se disolvía en el aire. A Clara le gustaba también esa oscuridad, con su movimiento incesante y su misterio, aunque maldijera al mar por llevarse su pasado a las profundidades.

Le gustaba el amarillo porque era juguetón. Alamarilla, su pajarito, se le subía ya al dedo cuando metía la mano entre las ramas de la jaula. El pájaro se le posaba encima de un salto, ladeaba su cabeza y la observaba intrigado. Clara no entendía cómo había podido tenerles tanto miedo.

Lo añadió a su lista de cosas recién aprendidas: pájaros y animales de todo tipo. Todavía esquivaba a la vaca cuando pasaba cerca, pero las ovejas de Einar el Cojo habían llegado a gustarle, sobre todo las pequeñas, que jugueteaban en la alta hierba del prado y ensañaban la rosada lengua cuando balaban de emoción.

Einar le había hablado de los lobos, pero no había visto ninguno, ni tenía la menor gana.

Le encantaban las mariposas y había regañado al trío de niñas por cazarlas:

-Ya se ha estropeado -dijo un día mirando con tristeza las alas arrugadas de la mano extendida de Bethan-, se merecía vivir y volar.

Aunque enterraron a la fallecida criatura entre las cuatro, Clara vio poco después que las niñas cazaban otra.

Las abejas y la mayoría de los bichos le daban miedo.

-¡Pareces una niña chica! -exclamó Alys, riéndose, cuando Clara retrocedió al ver un escarabajo en el arbusto donde arrancaban hojas de hidrastis. La infusión de hidrastis aliviaba la faringitis que sufrían los pescadores tras pasar varios días embarcados.

-Es que no los había visto nunca -se justificó Clara, como hacía a menudo respecto a muchas cosas.

Su lista incluía los relámpagos, que la dejaban estupefacta; los truenos, que la aterrorizaban; y las ranas, que la hacían troncharse de risa. Y el arco iris que una mañana estuvo a punto de dejarla sin sentido por el gozo y la sorpresa.

The Giver: El Hijo (libro IV)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora