Capítulo 15

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Al salir del pasadizo, Clara tuvo que enfrentarse de nuevo a la pared vertical, al miedo de saber que una caída significaba la muerte. Sin embargo, se consoló al ver delante el gran nido descrito por Einar. Tomó aire y se estiró para sacar algunas algas secas de la construcción. Después se enjugó las sudorosas manos con ellas y se las guardó en una manga.

«Busca debajo del nido», le había dicho Einar. «Hay otro agarradero».

Siguió las instrucciones. Se apoyó e la pared vertical y se dispuso al registro. «Nido. Peldaños».

El ataque fue súbito, inesperado, lacerante. Desde atrás y desde arriba, algo enrome bajó en picado y la picoteó con saña detrás de la oreja. Sintió que le corría sangre por el cuello.

Clara profirió un grito ahogado y retrocedió hacia el interior del pasadizo, donde se sostuvo presionando los pies contra las paredes laterales. Luego se apretó las algas sobre la herida, pero siguió sintiendo la hemorragia.

De inmediato comprendió a qué se enfrentaba. Einar escaló en invierno, cuando el nido estaba vacío, pero ahora había polluelos. Sí. Al prestar atención, oyó los graznidos; y al atisbar el exterior vio la sombra de la gaviota, sobrevolando en círculos.

El cuello de su vestido estaba húmedo de sangre, pero la hemorragia se había parado. Clara se despegó poco a poco el vendaje de algas. Bien. La herida ya no sangraba, y el agudo dolor había remitido. Luego se amorataría y le dolería aún más, pero eso era lo de menos. Lo urgente era discurrir cómo pasar junto al nido, utilizando su crucial agarradero, y alcanzar los peldaños que la conducirían a la cima.

Tras apoyar piernas y pies en las paredes para asegurarse de que no se deslizaría pasadizo abajo, Clara sacó la calabaza del morral y bebió ávidamente. Entonces recordó el ungüento cicatrizante que Alys le había puesto al fondo del saco. Se metía de nuevo la calabaza, no alcanzaría el medicamento, pero no tenía ningún sitio donde dejarla. La agitó y vio que el contenido era muy escaso. Por fin, consciente del riesgo, se bebió el agua restante y tiró la calabaza vacía por el pasadizo. Oyó el ruido sordo de un único golpe contra la pared y después nada.

Ya podía buscar el ungüento. Primero extrajo las sandalias, cuyos cordones había atado, y se las colgó del cuello. Luego sacó el bote y se aplicó una buena capa de pasta en la herida. Devolvió el recipiente y la compresa de algas al morral, que ahora colgaba, medio vacío de sus hombros.

Se sentía preparada para intentarlo de nuevo. La sombra de la gaviota había dejado de pasar por delante de la boca del pasadizo. Clara esperó que se hubiera dirigido al mar y no regresara hasta que no tuviera el pico lleno de peces para sus pollos. Era necesario darse prisa. Lo planeó todo. Se colgaría de la entrada, se lanzaría a través de la empinada roca y aferraría el agarradero situado bajo el nido. Desde allí solo tendría que izarse rápidamente y encontrar el primer peldaño del otro lado. Einar le dijo que estaba muy cerca, que era fácil de alcanzar. Lo repasó todo:

Uno. Salir deprisa por la boca del pasadizo.

Dos. Buscar el agarradero debajo del nido con la mano izquierda y aferrarlo.

Tres. Impulsarse con las piernas. Sujetándose con esa mano (¡cuánto agradecía ahora todos esos meses de ejercicio de brazos!), palpar con los pies pequeños salientes; eso ayudaría.

Cuatro. Buscar el primer peldaño y alcanzarlo con la mano derecha, entonces podría soltar la izquierda del nido y apartarse del sitio en que la gaviota la consideraba una amenaza.

Hora de empezar. Por lo que había visto del cielo en su breve salida anterior, suponía que faltaba poco para el anochecer: debía darse prisa. Una vez superado este tramo, el final estaría a la vista y podía alcanzarlo antes del ocaso.

«¡Adelante!»

Se irguió en la boca del pasadizo, extendió el brazo izquierdo y metió la mano debajo del nido, donde encontró el agarradero en forma de pomo rocoso. Los graznidos de los polluelos aumentaron en cantidad y volumen; estaban aterrados.

Tras sujetarse con la mano y comprobar la fuerza del brazo que sería su único apoyo, plantó con firmeza los pies en la roca y se impulsó hacia arriba.

Alertada por sus polluelos, la gaviota se abalanzó sobre ella con las negras alas pegadas al cuerpo. Clara vio las patas rosas contra el vientre blanco y la mancha roca de la punta del pico, afilada como una navaja, pero solo durante una fracción de segundo. El ave arponeó su brazo, los desgarró y lo soltó. Clara profirió un alarido y cayó de nuevo al pasadizo, donde utilizó los pies de forma instintiva para afianzarse a las paredes.

Sangraba mucho. El corte era tan grande que se creía el hueso.

Agachó la cabeza todo lo que pudo y tomó aire en aspiraciones profundas y trémulas. Si se desmayaba, se caería pasadizo abajo, hasta desandar el camino que había tardado varias horas en subir.

No iba a permitirse un desmayo.

No iba a permitirse morir por culpa de un pájaro.

De pronto se le ocurrió la solución.

Sacó del morral el bote de ungüento y se aplicó una capa; eso le sirvió tanto para tapar la herida como para pegar las algas a modo de compresa. Sin embargo, el corte seguía sangrando y el bote estaba vacío. Clara lo dejó caer y lo oyó rebotar, como a la calabaza. Al rebuscar otra vez en el morral, solo encontró la piedra cubierta de lana roja que pensaba lanzar desde la cima. La sostuvo entre los dientes mientras utilizaba el cuchillo para cortar una tira de cuero del morral. Luego puso la piedra sobre las algas y, mediante la tira, la sujetó con fuerza a su brazo; después movió este para comprobar la estabilidad del vendaje: no se movía. Dejó caer los restos del morral hacia la negrura del pasadizo.

A continuación trepó hasta la salida. La gaviota seguía volando en círculos, esperando. Clara la ignoró. Desenrolló la cuerda que llevaba al hombro e hizo un lazo.

Una vez más planeó lo que iba a hacer. Lo repasó mentalmente: este movimiento, luego aquel... Sería necesario actuar muy, muy deprisa. Otro ataque con éxito de las gaviota podía significar su muerte.

Cuanto se sintió preparada, pensó: «Ahora». Sacó la mitad superior del cuerpo por la boca del pasadizo, giró el lazo y lo lanzó. La distancia era corta y su puntería buena. Enlazó el nido, lo ciñó y tiró de él. Para estar hecho de ramitas, algas y hierba, era increíblemente pesado, pero se inclinó y, con un último tirón a la cuerda, Clara lo arrancó de la roca. Miró un momento la caída del nido y polluelos, y vio a la enorme gaviota precipitándose hacia ellos entre sonoros graznidos.

Luego se alzó, asió con el brazo sano el ahora visible agarradero y cruzó por fin la pared rocosa hasta llegar a los peldaños que conducían a la cima.

The Giver: El Hijo (libro IV)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora