Capítulo 5

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-Háblame de las bodas -rogó Clara, mientras ella y Alys llevaban a la mesa de los dulces el pastel de frutos secos que habían preparado-. ¿Todo el mundo tiene la suya? ¿La tuviste tú?

-Yo no -contestónAlys riéndose-, pero casi todo el mundo la tiene, cuando alcanzan la edad, como Martyn y Glenys. Una vez que se eligen mutuamente y los padres aceptan, se celebran los esponsales, siempre en verano, normalmente con luna nueva.

Verano. Clara ya sabía, gracias a Alys, que el verano era una época, una estación, del año; la estación del sol y de las cosechas y del nacimiento de animales. Era una más de las cosas que había ignorado y olvidado.

Esperó mientras Alys reordenaba la mesa para hacer sitio a su pastel. Después lo dejaron y decoraron juntas el borde con margaritas.

Los aldeanos empezaban a reunirse. Nadie, ni siquiera los pescadores, trabajaba ese día. Los niños iban sentados sobre los hombros de sus padres. Clara vio a Andras el alto en compañía de los suyos; los tres de punta en blanco. Era evidente que la madre no se encontraba bien: se apoyaba en su hijo y estaba enrojecida por la fiebre, pese a lo cual sonreía y saludaba a todo el mundo.

Bryn saludó con la mano libre a Clara, con la otra sujetaba la de Bethan. Por una vez, las tres niñas no iban en grupo, sino con sus respectivas familias. Clara vio que bajo el delantal rematado con encaje, el cuerpo de Bryn había aumentado de volumen debido a su próxima maternidad. Alys pensaba que el peligro había pasado y que este bebé sobreviviría.

-¡Oh! ¿Qué es eso? -preguntó Clara al oír un ruido que la sobresaltó. Por el sendero llegaban varios aldeanos jóvenes y la multitud se apartó para dejarles paso. Uno estaba tocando una flauta tallada; otro marcaba el ritmo en un pequeño tambor hecho con piel de animal estiraba sobre una calabaza hueca; el tercero rasgueaba las cuerdas estiradas sobre el largo mástil de un instrumento de madera. Moviéndose al ritmo de la melodía, entraron en el círculo abierto para ellos, mientras Clara y Alys los miraban desde el borde.

-¡Es precioso! ¡Escucha! ¡Qué bien combinan los sonidos! ¡Nunca había oído nada igual!

Alys frunció el ceño.

-Es música, niña. ¿No has oído nunca música? ¿No lo habrás olvidado?

-No, no la había oído -susurró Clara-, estoy segura.

Los esponsales acabaron cuando Martyn y Glenys se dieron un beso y la cinta roja que los unía se desató para liberarlos. Los músicos tocaron de nuevo, una pieza más alegre y más fuerte, y los aldeanos profirieron vítores e hicieron honores al banquete que los esperaba.

Clara guardó silencio, embelesada por la música, perpleja por el concepto del amor y conmovida tanto por la solemnidad de la ceremonia como por el júbilo de la celebración posterior. Cuando se volvió para buscar a Alys entre la bulliciosa y risueña multitud, notó que Einar el Cojo estaba solo en una pequeña cuesta del prado. Mientras lo miraba, él se ajustó los palos que le servían de muletas, dio media vuelta y se alejó lentamente, renqueando. Durante un momento pensó en correr tras él para inivtarlo a bajar, para animarlo a que se uniera a la fiesta, pero la música volvió a hechizarla. Nunca había oído nada tan cautivador, ¡estaba segurísima! En ese momento los aldeanos elegían parejas, formaban hileras y se movían al ritmo de la alegre melodía. Seguro que a Einar le hubiera gustado verlo, aunque no pudiese dar los rápidos saltitos que todos parecían conocer. Hubieran podido mirarlo juntos. No obstante, cuando volvió la cabeza para buscarlo, era demasiado tarde. El chico se había adentrado en el bosque.

Después de la fiesta hubo que volver a los quehaceres diarios. Andras el Alto se arrodilló en el campo para atar las gruesas ramas que iban a ser el cuerpo del espantapájaros. Después, cuando se hubo decidido por un lugar, en el centro de la recién brotada cosecha, clavó en la tierra la rama principal y aplastó aquella con firmeza en la base, para que el palo se mantuviera bien derecho. A continuación vistió al espantajo: metió los brazos salientes en las anchas mangas de un abrigo andrajoso y le ató un fajín en la cintura, de forma que el abrigo quedara cerrado pero suelto, para que el viento levantara y moviera la tela. Los extremos de las ramas que sobresalían de las mangas semejaban manos esqueléticas haciendo señas.

The Giver: El Hijo (libro IV)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora