Capítulo 11

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Clara dio otro paseo por la ribera antes de acostarse. Como el día anterior, no vio a nadie. Normalmente los empleados salían en parejas o en grupos, pero esa noche volvían a estar cansados. Se retiraron a sus habitaciones lo antes posible, algunos con los textos que debían estudiar para avanzar en sus trabajos. De tarde en tarde, Clara encendía su libro y echaba una ojeada al material, pero en realidad le interesaba poco. No la habían. seleccionado por haber visto que la enloquecían los peces. Estaba allí porque necesitaban meterla en algún sitio después de su fracaso como Biomadre.

Tras leer el manual con desgana varias veces, sintiéndose culpable por su propio desinterés, se había aprendido una frase: «Segmentación, gastrulación y organogénesis». Todavía era capaz de decirla, pero había olvidado que significaba.

-Formación de los alvéolos corticales -murmuró sin dejar de caminar. Otra frase, una cabecera en este caso.

-¿Eh? -inquirió una voz cercana, sobresaltándola. Alzó la vista.

Era un miembro de la tripulación, un joven con jersey y pantalones cortos. Llevaba unos zapatos oscuros, de cordones, fabricados con una especie de lona, y con suelas gruesas y rugosas, para no resbalarse en la cubierta, supuso Clara. No tuvo miedo; el chico sonreía y parecía amigable, no inspiraba el menor recelo, pero Clara nunca había conocido a un tripulante.

-¿Estás hablando otra lengua? -preguntó él sin dejar de sonreír. Tenía el mismo acento que Clara les había oído a los otros.

-No -contestó educadamente-, hablamos el mismo idioma.

-En tal caso, ¿qué es la formación de los alvélelos cosmicales?

Clara no pudo aguantar la risa. No se había equivocado tanto, pero aún así sonaba gracioso.

-Estaba tratando de memorizar una cosa para mi trabajo -explicó-. Una fase del desarrollo embrionario. Es un poco aburrido, me temo, a no ser que te apasionen los peces. Trabajo en la Piscifactoría.

-Sí, ya sé; te he visto.

-Ya veo que el barco no puede descargar por culpa de nuestra Ceremonia anual.

-No importa -aseguró él-, viene bien descansar un poco. Descargaremos mañana y seguiremos río abajo.

Había empezado a caminar junto a Clara y se estaban acercando al puente. Se pararon allí un momento para mirar los turbulentos remolinos de agua.

-¿No te preocupa que este puente sea demasiado bajo? ¿El barco pasa por debajo de otros puentes? ¿No es demasiado alto para un puente tan bajo?

A él le dio risa.

-Mi trabajo no consiste en preocuparme -replicó-. Quien tiene los mapas y conoce las rutas es el capitán. Nuestra altura es de 6,3 metros, y todavía no hemos chocado contra ningún puente ni tirado a ningún tripulante por la borda.

-A nosotros nos exigen que aprendamos a nadar, pero no nos dejan hacerlo en el río -se encontró diciéndole Clara.

-¿Lo exigen? ¿Quiénes?

Clara se sonrojó un poco.

-Es una norma de la comunidad. Aprendemos en una piscina. Cuando tenemos cinco años.

El joven volvió a reírse.

-En donde yo vivo no hay normas de esas. Yo aprendí cuando pa me tiró a una laguna, con ocho años, creo. Me tragué la mitad del agua antes de llegar al embarcadero, y pa se estuvo tronchando de risa todo el rato. Cuando salí le grité tanto que me volvió a tirar.

-¡Ay, madre! -Clara no sabía que decir. Ni siquiera podía imaginarse el cuadro. Sus clases de natación habían sido metódicas y precisas, con profesores especializados, no con hombres sin corazón que se tronchaban y se llamaban Pa.

-Pues a nadar aprendí, desde luego, pero en este río no me metería -dijo el chico observando el agua negra y veloz, cómo golpeaba las rocas cercanas a la orilla y saltaba sobre ellas salpicando, haciéndolas desaparecer un instante y dejándolas emerger de nuevo con los musgosos y resbaladizos flancos cubiertos de espuma.

Varios años antes, un niño llamado Caleb se había ahogado cerca de allí. Toda la comunidad participó en la Ceremonia de Pérdida. Clara lo recordaba muy bien: la impresión, las voces apagadas, el aumento de la vigilancia paterna y sus duras y repetidas advertencias en contra del río. Creía recordar que los padres de Caleb habían sido castigados. Las unidades parentales tenían la obligación de proteger a sus hijos y ellos no lo habían hecho.

Sin embargo, el padre de este chico lo había tirado al agua y se había reído; y ahora él mismo se reía al recordarlo. Qué raro era todo.

Siguieron charlando. Él le hizo preguntas sobre su trabajo y hablaron de peces sin ton ni son durante un rato. El chico dijo que en un lugar lejano había visto un pez casi tan grande como su embarcación. Clara pensó que le tomaba el pelo, pero no lo parecía. ¿Era posible? Quería preguntarle dónde irían a continuación y en dónde habían estado y de dónde era él. Aunque en realidad lo que deseaba era hablar de Masallá. Pero estaba intranquila. Le daba miedo que formular tales preguntas contraviniera las normas. En cualquier caso estaba oscureciendo y ella debía regresar.

-Tengo que irme -dijo.

Él echó a andar de nuevo a su lado.

-¿Te gustaría subir a bordo? -preguntó de repente.

-No creo que esté permitido -contestó Clara a modo de disculpa.

-Al capitán no le importará. Recibe visitas a menudo. El nuestro es un navío marítimo-fluvial, algo muy poco corriente. A la gente le gusta subir a bordo para echar un vistazo.

-¿Marítimo-fluvial?

-Sí, no nos limitamos a recorrer el río, también salimos al mar. La mayoría de las embarcaciones fluviales no pueden hacerlo.

-Mar -repitió Clara. No tenía ni la menor idea de qué era eso.

El chico la había entendido mal:

-Sí, quieren ver la caseta de gobierno y la bitácora y todo. Todo es muy curioso. Al capitán le gusta enseñarlo, pero también puede hacerlo un miembro de la tripulación. En total somos una tripulación de diez.

-Lo que quiero decir es que no me está permitido a mi, supongo.

Habían llegado a la bifurcación del sendero, por lo que debían separarse: él para regresar a su barco, ella para dirigirse a la Piscifactoría.

-Qué pena -dijo él-me hubiera gustado mucho enseñártelo. ¡Y habrías conocido a Marie!

-¿Marie?

-La cocinera -contestó él riéndose-, eso sorprende a la gente, que llevemos una mujer a bordo.

Clara estaba perpleja.

-¿Y por qué se sorprenden?

-Porque este es un trabajo de hombres.

-¡Ah! -Clara frunció el ceño.

¿Trabajos de hombres? ¿Trabajos de mujeres? Allí en la comunidad no hacían esos distingos.

-Sí -añadió-, me habría gustado conocer a Marie y ver el barco por dentro. Quizá cuando vuelvas, quizá entonces nuestras normas hayan cambiado o yo pueda solicitar el permiso especial.

-Buenas noches, pues -contestó él y enfiló hacia la embarcación.

Clara le saludó con la mano y estuvo mirándolo hasta que desapareció por detrás de los frondosos arbustos. Entonces dio media vuelta.

-Mar -repitió para sí, preguntándose qué querría decir aquello. «Mar».

The Giver: El Hijo (libro IV)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora