Furia nocturna

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Luz crepuscular se filtraba entre las ramas de los árboles que rodeaban a Elain, creando una sensación de estar en otro mundo, pintando al jardín lleno de margaritas blancas de un color cálido, como si estuviera cerca de una fogata; tenía un ramo de más de seis flores entre sus brazos. Sonrió para sí, mirando hacia sus gardenias que se estiraban hacia ella como un gato pidiendo cariño. Dejó el ramo sobre una mesa, cerca de donde estaba, y acarició las hojas de una planta que tenía algunos gusanos en ellas, sacándolos con cuidado para no romper las hojas. Se agacho y empezó a limpiarla usando un paño que tenía atado en su cintura.

Estaba tan concentrada en su labor que no escuchó los pasos acercarse hasta que unos labios tan cálidos como la luz que la rodeaba rozaron su oreja, saludándola con una voz grave y sedosa, diciéndole que no deseaba interrumpirla mientras cuidaba de sus plantas. Apretó los muslos al sentir cómo una de sus manos acariciaba su vientre con cuidado, como si allí estuviera uno de sus mayores tesoros, mientras que la otra recorría su costado. Su corazón se aceleró y pronto sintió que el calor de su cuerpo se ponía en sintonía con el de él. Se inclinó hacia atrás, apoyando su cabeza contra su hombro, sonriendo e inhalando su aroma, uno que no podía recrear con ninguna planta de su jardín. Era de él, y nadie más que él.

—Te extrañé... —murmuró Elain, despertándose en el cuarto. Parpadeó, intentando comprender en qué momento se había ido a dormir, cuándo se había cambiado el vestido que había estado usando por los pijamas. Miró sobre su hombro, encontrándose con nada más que el resto del cuarto lleno de objetos que nada tenían que ver con la jardinería, completamente sola—. Mierda —dijo por lo bajo, ocultando su rostro entre sus manos mientras terminaba de comprender. No sabía si era un sueño o una visión, quizás había sido una mezcla de ambos, lo que la dejó con una sensación de que el mundo estaba conteniendo el aliento. Se sentó en la cama, contemplando sus manos mientras recordaba lo que Feyre le había dicho sesenta años atrás, lo que Nesta le había mencionado hacía un par de meses. Elain no creía que ella fuera a tener algo de eso, no cuando era difícil saber si ella era un fae que contaba con la bendición de la Madre o era un ser completamente diferente.

Soltó un suspiro, casi segura de que podía notar el calor que abandonaba sus pulmones, como si hubiera atrapado incluso el fuego que corría por las venas del macho y necesitaba sacarlo. Retorció los dedos de su mano, como si estuviera desenredando un ovillo, mirando hacia la ventana que tenía a la izquierda, donde podía ver los jardines internos de la Mansión. Podía pasar horas enteras sin que nadie la perturbara, meditando y concentrándose en lo que tenía que hacer. Admiró las plantas que dormían en la noche, envueltas en la oscuridad absoluta, esperando a que saliera el sol para mostrar sus pétalos coloridos.

Apartó las sábanas, se puso una bata sobre sus hombros y la anudó a la altura de su estómago antes de abrir la puerta y caminar hacia las cocinas, decidida a que no había forma de que pudiera conciliar el sueño de nuevo. Faltaba un buen rato hasta que el sol se asomara, y su cabeza parecía estar dando vueltas, deseando que aquello le hubiera ocurrido cuando tuviera a una Sacerdotisa como Gwyneth Berdara y no a Ianthe. Se abrazó a sí misma antes de entrar con cuidado por una puerta que mantenía oculta una mesada limpia y a dos o tres sirvientes que iban de un lado a otro, empezando a preparar las cosas para el desayuno así como para el resto del día. Reconoció a Bramlar, un duende que apenas le llegaba a los muslos, a Alis la ursik y lo que supuso que sería una furia de agua, pero no pudo estar segura. Sus ojos se adaptaron rápido a la luz que había en el lugar, saludó con una inclinación de cabeza que ellos devolvieron antes de ir al armario donde se guardaban las tazas y sacó una. Desconocía los motivos por los que los otros fae se marcharon en silencio, pero se encontró agradecida por estar un tiempo a solas.

Preparar un té era como trabajar en sus plantas, un tarea que le permitía aquietar la mente, organizar lo que la alteraba de la misma manera en la que reacomodaba las macetas. Puso agua en la tetera, la llevó a la chimenea y empezó a preparar la infusión en un cuenco. Un poco de manzanilla para los nervios y dos pétalos de rosas para aromatizar. Aguardó hasta que el agua empezó a hervir y sacó la pava del fuego con cuidado de no quemarse. Esperó un momento antes de servirse y rodear la taza con sus dedos, disfrutando del calor que se colaba de la cerámica y el aroma que bailoteaba cerca de su nariz. Llevó la infusión a sus labios, inhalando la mezcla de aromas antes de darle un pequeño sorbo y volver a ponerla en la mesa, sintiendo que el nudo de su pecho se aflojaba por completo y su cabeza dejaba de zumbar por fin. En cuanto abrió los ojos, se encontró con que se estaba abriendo la puerta frente a ella. Soltó un largo suspiro de alivio, sintiendo que el efecto relajante del té se iba al saber quién era antes de ver sus manos o la sombra que se abría paso, deteniéndose al momento de captar su presencia allí.

Una Guerra de Rosas y Espadas #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora