28: pavimento

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La ciudad es demasiado fría si la miras desde arriba.

Minho ha tenido esta perspectiva tantas veces que ha dejado de contar. Sus instantes en lo alto poco a poco se vuelven irrelevantes, inexistente, casi como él.

Es gracioso que todo se vea tan pequeño considerando el diminuto tamaño que él piensa que tiene. Es gracioso porque en segundos lo lejano deja de ser frío y se convierte en un abrazo cálido y asfixiante que literalmente te arrebata tus últimos suspiros.

Siempre soñó con ese momento.
Sí, bueno, quizás no siempre... Pero ya no recuerda un antes.

Se le ha vuelto costumbre caminar en sitios peligrosos. La calle, por ejemplo, una avenida concurrida en mitad de la noche, las vías de un tren en desuso, el borde del techo de un edificio, las afueras de un puente, la orilla del río... Y no ha tenido la suerte de una brisa fuerte, pero hoy se siente valiente.

Mirar hacia arriba le hace sonreír. No está tan alto como la luna todavía, y no se siente con el derecho a admirarla. Se queda en silencio luego de un suspiro, balanceando sus pies en dirección al precipicio. Siente las agudas manos del viento que lo incitan a caer, lo invitan a volar. Siente cosquillas en su columna vertebral y de pronto se ve a sí mismo como un niño.

Tiene quince años... Jamás quiso ser más grande, sabe que es pequeño, pero no es su primera vez intentando desafiar la gravedad.

Mira hacia abajo. En anteriores ocasiones deseó tanto que alguien lo notara, que fueran hasta donde estaba y le dijeran cientos de palabras vacías en un desesperado intento por salvarle la vida, pero hoy ya no quiere nada. Hoy sabe que a nadie le importa, a nadie le haría falta.

Y ya no llora por ello, no... Minho creció. No llora por su irrelevancia ni por sus efímeros intentos fallidos, tampoco por su soledad y mucho menos porque extrañe algo de la vida que ahora mismo se despide de él. A Minho le da igual.

Se acomoda mejor, rozando el borde del mundo entre la vida y la muerte, acariciando con sus dedos el límite del poco tiempo que le queda, y entonces las montañas en el horizonte no parecen tan lejanas.

Pensarse cerca de algo, finalmente no a la deriva, es algo así como la gota que derrama el vaso. Una expresión que odia, pero entiende perfectamente: la gota que derramó el vaso ese día fue ver a su madre comiendo la manzana que días atrás guardó en la nevera por si acaso finalmente se atrevía a comer.

Le costaba mucho hacerlo. Demasiado. Se sentía incluso estúpido por ser incapaz de algo tan simple, pero se había vuelto imposible. Le daba demasiado asco tan solo escuchar a alguien más hablando de comida, no podía evitarlo. Quizás no había nacido para ser humano.

Y es que entonces lo había estado intentando por su hermano, por sus amigos, por su psicóloga... Quería que vieran que se estaba esforzando, que estuvieran orgullosos de él. Pero no podía y, justo la tarde que estaba dispuesto a intentarlo, lo único que tenía para comer desapareció.

Era como una señal del destino, quien le decía y afirmaba una vez más que no debía comer. Que sus esfuerzos eran de risa, que no debía ni intentarlo.

Y lloró mucho. Se sentía tonto por llorar debido a algo tan tonto, pero no lo podía evitar. Lloró porque, mierda, no comer lo estaba matando... Se sentía terrible física y emocionalmente, no aguantaba más. Su cuerpo estaba tan desesperado que le pedía a gritos terminar con absolutamente todo, fuera de la forma que fuera.

Entonces estaba ahí, mirando una ciudad vacía desde el techo de uno de los edificios más altos que encontró. Había sido ágil al colarse, y también muy listo al encontrar el camino. Estaba orgulloso: era muy bueno haciéndose daño.

𝚁𝚊𝚖𝚎́ ¡! hyunsung → changjin ⚠︎Donde viven las historias. Descúbrelo ahora