32. Preludio de noviembre

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Si existió un mes más triste en mi vida, luego de la muerte de mi padre, fue el mes de noviembre que siguió. No supe qué había hecho mal ni si, en caso de haber actuado de otro modo, habría cambiado el rumbo de las cosas.

Todo comenzó en octubre, cuando el otoño arrancó gradualmente los pétalos de las rosas y las hojas de los arces y cerezos. Al igual que a Irenne, a mí no me gustaba esa estación. Solo las fuertes lilas seguían abriéndose, burlándose del tiempo y del cambio de estación, esparciendo generosamente su exquisita e inigualable fragancia, y decorando las calles con sus tonos purpúreos y blanquecinos.

Mi noviazgo perfecto con mi novio perfecto continuaba. No pasaba un día sin que nos viéramos, y aún cuando él se marchaba a su casa, me llamaba una vez más antes de dormir, al móvil que él mismo me había regalado.

Hablábamos sobre cualquier tontería y después nos decíamos todo tipo de arrumacos y palabras empalagosas que derretían nuestros oídos. Durante el día nos veíamos en la escuela, pues escogimos todas las materias juntos para estar cerca el mayor tiempo posible. No podíamos vivir el uno sin el otro; él era el aire que yo necesitaba para respirar, y yo, el remanso cálido y apacible donde él podía olvidarse de todo y descansar. La gente dejó de murmurar cuando se dio cuenta del grado de compromiso y el tipo de relación simbiótica que manteníamos.

Pero una noche no llamó. Sabía que no debía preocuparme. Una vez que dejara de llamarme no significaba que había dejado de amarme. Al día siguiente en la escuela me le planté enfrente, haciendo un puchero.

—¡No me llamaste anoche! —gritoneé.

Él esbozó una sonrisa.

—Se me pasó, preciosa... no volverá a suceder.

Me dio un beso en la frente y arregló mis cabellos. Cuando hacía eso me recordaba a mi padre.

Durante las clases lo noté ausente, más distraído que de costumbre, y esta vez no era yo ni mi mano buscando la suya bajo del pupitre lo que lo hacía abstraerse de la realidad. Algo estaba pasando en la cabeza de Aarón, pero yo no le di importancia. Supuse que con los días su actitud mejoraría. Pero no fue así. Poco a poco su ensimismamiento se tornó más notorio. A veces se quedaba mirando mis ojos, tomaba con sus manazas mi barbilla y susurraba.

—Eres tan perfecta... ¿Qué haces con alguien como yo?

Yo quería abofetearlo cuando hablaba así; cada vez que lo hacía recordaba a Rosemary y sus ojos felinos ejerciendo una influencia maligna y devastadora sobre él.

—¡No soy perfecta! —le decía en repetidas ocasiones—. ¡Nadie lo es! ¡Tengo muchos defectos! ¡Incontables! Pero me amas y yo te amo a ti también. tal y como eres. ¡Tú y yo somos iguales!

Y entonces me abrazaba, pero se perdía nuevamente en sus pensamientos.

Fue un día en que casi me pierdo en su mirada, profunda como pozo, cuando acepté que nunca descifraría lo que pasaba por su cabeza, ni podría salvarlo de sus propias pesadillas. Aarón Schein ya no era la sombra del chico animoso que brillaba como el sol, tan seguro de sí mismo, a quien vi entrar vez en aquella fiesta en la que salvó mi vida.

No obstante, todos los días pasaba a recogerme para ir juntos a la universidad. ¡Qué días aquellos en los que todo parecía perfecto, en los que creía que la felicidad estaba a la vuelta de la esquina!

Cierto martes por la mañana me llamó Rosemary:

—Aarón no puede recogerte. Está enfermo.

—¿Enfermo? —Salté de la silla—. ¿Qué tiene?

En Tus SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora