42. Descubriendo la verdad

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Mario no llamó, no pasó a recogerme el lunes siguiente ni fue a verme después de mi clase de pintura. Tal como se lo pedí. Si yo temía que Mario y Lucía se hicieran novios, nadie podía decir que había actuado con mucha sabiduría. Prácticamente lo había arrojado en sus brazos.

Contrario a lo que había pensado, el fin de semana y el lunes se convirtieron en una tortuosa jornada, casi imposible de soportar. Había desarrollado una gran dependencia hacia él. Y lo peor de todo era que no sabía cómo desprenderme de ese sentimiento.

Llegué a casa ese día arrastrando los pies. La sonrisa de mi madre se esfumó al verme; en su lugar apareció una mueca de angustia. Yo había vuelto a las andadas justo cuando creía que mi corazón ya había sanado.

—¿Qué pasa? ¿Estás bien? ¿Por qué no te trajo Mario?

Demasiadas preguntas. Subí directo a mi habitación.

—Tengo sueño —murmuré desde las escaleras.

Sentía como si hubiera perdido una porción de mi esencia. Lo peor había sido la plática con Anton. Sin duda fue lo que me hizo regresar a casa arrastrándome.

Ahí estaba yo, a su lado, viendo su magnífica pintura. Una bella niña de ojos verdes y cabello dorado, chispeando alegría aquí y allá. Sonreía ampliamente mientras un halo dorado de luz se difuminaba detrás de ella, dándole una apariencia angelical. La jovencita estaba de pie, en el último peldaño de una escalera. Parecía sonreírle a alguien que estaba debajo, pues su rostro miraba en esa dirección.

Era la pintura que Anton exhibiría en la galería. Me quedé en estado de shock cuando la vi. Anton no pintaba cosas dulces o tiernas, menos ángeles que bajaban a la Tierra. A parte de mi autorretrato, era la segunda de sus pinturas que no me causaba escalofríos. Porque estaba bellamente hecha, de manera casi celestial.

—Ella era mi novia —dijo cuando pregunté en quién se había inspirado para hacer semejante cuadro.

«¿Novia?, ¿en verdad ha tenido novia?»

—Es muy bonita —dije sin poner de manifiesto mi asombro.

—Era… —Suspiró.

Empecé a sentirme incómoda y temerosa de preguntar.

—¿Por qué? ¿Qué pasó? Si quieres decirme…

—Murió en un accidente.

—¡Oh!… lo siento mucho.

—Sí. Su automóvil se salió de la carretera y se volcó. Ella era muy hermosa. Incluso el cuadro no le hace justicia. Ella era… como una diosa. —Sus palabras denotaban fascinación. De pronto sus ojos se oscurecieron—. Pero toda su belleza se perdió en ese accidente. Esa persona del ataúd simplemente no era mi… no era ella.

—¿Cuál era su nombre?

—Yo la llamaba mi musa, mi diosa, mi ángel. Su nombre poco importaba —respondió con embeleso, como si la estuviera viendo en ese preciso instante.

—Lo lamento, Anton, No sabía.

—De eso ya hace casi tres años; supongo que ya debería olvidarlo, pero aunque ella haya muerto, aún ocupa ese lugar en mi corazón. Ella es quien me inspira cada vez que empiezo una nueva obra.

Agaché la mirada.

—Yo también perdí a alguien muy querido, hace poco más de dos años.

Se giró hacia mí con asombro.

—¿Lo dices en serio?

—Sí. —Asentí, dándome cuenta de que ambos compartíamos el mismo dolor—. También era mi novio. Y para mí era perfecto.

En Tus SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora