37. Mi autorretrato

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El señor Clay era un hombre de 53 años, muy paciente con todos sus estudiantes, incluso aquellos que no tenían ni siquiera la más mínima noción de dibujo o pintura. Durante la primera hora mantenía su mirada fija en sus propios trazos, reposando los brazos en la mesa de dibujo mientras tomaba café de un interminable termo anaranjado.

La segunda hora la dedicaba a pasear entre los pasillos del salón, mirando lienzo tras lienzo y corrigiendo errores. La tercera y última hora la gastaba con quienes estuvieran dispuestos a charlar con él. Era un buen orador, más hablantín que oyente.

En la clase inicial me enseñó todo sobre los tipos de pinceles, los tamaños de lienzo, la clase de espátula y los óleos que prefería. Mi primera pintura fue un paisaje típico: un cielo grisáceo con unas escuálidas nubes paseándose sobre un mar profundamente azul. Solo utilicé los tres colores primarios; según Clay, era ésa la manera correcta de aprender.

Muy orgullosa firmé mi cuadro con mi recién creado nombre artístico. Como niña pequeña, corrí a enseñárselo a mi madre al llegar a la casa. Ella sonrió de la misma manera como lo hacía cuando le entregaba algún garabato hecho con mis manos torpes en alguna época de mi infancia.

La siguiente clase Clay me propuso algo diferente:

—¿Por qué no haces un autorretrato?

No me sentía para nada preparada para semejante reto. Sin embargo, él me animó. Me sentó ante el grandísimo espejo del segundo salón y me dio un cuaderno y un lápiz para que comenzara mi propio bosquejo.

Yo era buena dibujando. Con el tiempo había aprendido, pero también en mi carrera me habían enseñado. Pero el dibujo artístico era totalmente desconocido para mí, nada que ver con las líneas y formas geométricas, la precisión entre punto y punto y las exhaustivas mediciones para corroborar la exactitud entre largos y espesores. Pero ahí estaba mi maestro, sentado junto a mí, amenizando mi tiempo con sus interminables pláticas, mientras yo trataba de plasmar en el cuadernillo las líneas de mi rostro.

Fue durante esas horas cuando me enteré de su vida personal. Su mujer, también profesora de arte, había muerto hacía siete años por un raro cáncer linfático; ambos trabajaban en el Museo de Bellas Artes. Tenían tres hijos: Sam, de 24 años; Charly, de 20, y Xavier, de 10. El mayor vivía en otra ciudad desde hacía ya más de tres años.

Me agradaban las conversaciones de Clay, siempre alegre, a pesar de haber enviudado y de cargar con la responsabilidad de sus tres hijos varones.

—Charly es el que me da más problemas. Es un chiquillo muy inquieto. Xavier es sólo un niño, así que todavía tengo esperanzas de que no siga el mismo camino de su hermano mayor. En cuanto a Sam, estoy contento con sus decisiones y logros. —Me miraba tranquilo el hombre de ojos verdes aceitunados, piel blanca como la leche y cabello cenizo.

Cuando por fin terminé mi boceto, me alentó inmediatamente a plasmarlo en el lienzo. tendría la oportunidad de utilizar una gama un poco más amplia de mi paleta de colores.

Me gustaba ir a mis clases de pintura. Además de Clay, mis compañeros eran educados y amables, incluso una chica que siempre se sentaba a mi lado, cuyo nombre era Nataly, no dudó en invitarme a una de sus exposiciones en una galería.

Ella era muy buena pintando, y sólo asistía a los talleres para afinar su arte. Yo estaba segura de que necesitaría veinte años de práctica, o quizá nacer de nuevo, para ser tan apta como ella, pero no estaba ahí para convertirme en una Lavinia Fontana o una Frida Kahlo. La verdad, asistía a esas clases porque no tenía nada mejor con que llenar mis tardes, y eso hasta el propio Clay lo sabía.

No me gustaba para nada el boceto de mi autorretrato. No se parecía a mí, a no ser quizás un poco por la nariz. El resto era totalmente diferente. Suspiré y mezclé los óleos en mi paleta como el maestro me lo había aconsejado.

En Tus SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora