45. Injusto destino

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La noche en que Mario pidió mi mano, una sombra de melancolía surcó los ojos de mi madre. Dejarla no sería fácil, pero ella era una mujer fuerte, a pesar de su enfermedad. Ante todo, quería mi felicidad, aunque estando al lado de Mario, parecía que yo ya la había encontrado.

Cuando me levanté del sillón para ir a la cocina por más aperitivos, alcancé a divisar una mirada de escrutinio, severa y rígida, que solo los ojos de mi madre podían revelar. Mario pareció acobardarse.

Me quedé en la cocina, al pie de la puerta, escuchando a mi madre amonestando a Mario.

—Sé que quieres a mi hija. No la hagas infeliz, no le digas nada que pueda hacerle daño.

Recogí el resto de emparedados fríos en una charola y regresé a la sala, con el corazón estrujado.

La expresión de mi madre había cambiado. Ahora su rostro denotaba tranquilidad y, hasta cierto punto, felicidad.

—¿Para cuándo quieren fijar la fecha? —preguntó con amabilidad.

Mario quiso responder, pero yo me adelanté.

—En octubre, mamá.

Ella asintió. Faltaban todavía cinco meses para eso.

—Isabel —intervino Mario—, Annia está en buenas manos. Yo siempre cuidaré de ella.

—Eso no lo dudo, Mario. —Sonrió—. Sé que lo harás.

Pero todavía faltaba la parte difícil: comunicárselo al padre de Mario y a Clara. Tan solo de pensarlo me estremecía.

Decidimos esperar un poco más para hacerlo público. De todos modos, la ceremonia sería sencilla y nuestra lista de invitados se limitaría a unos cuantos. Apenas, algunos colegas de Mario y los pocos amigos que aún me quedaban.

Además, mi graduación estaba a la vuelta de la esquina. Y cuando menos me lo esperaba, me encontré frente al espejo de mi dormitorio, mirando mi atuendo para tal celebración.

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Mi traje de graduación era azul oscuro, tanto que tenía que mirarse muy de cerca para percatarse de que no era negro. Peiné mis cabellos y coloqué el birrete que dentro de muy pocas horas estaría lanzando por los aires, celebrando por fin el término de aquellos interminables cinco años de estudio.

El evento tuvo lugar en la sala de conferencias de la universidad. Mi madre asistió acompañada de una de sus amigas, la señora Miller, madre de Sonia, la chiquilla prodigio a la que mi madre aleccionaba cada tarde. Mario llegó con su padre, al cual hacía mucho tiempo que yo no veía, y con Clara, quien no podía faltar, pues muy a su pesar nos graduábamos juntas y teníamos que sentarnos en la misma fila: nuestros apellidos comenzaban con la misma letra.

Antes de que diera inicio la ceremonia, mi madre y yo nos dirigimos hacia la entrada del salón para saludar a Carlo, Clara y Mario.

Mario cargaba un inmenso ramo de rosas para mí. Carlo asintió con la mirada y una leve sonrisa cuando mi madre y yo lo saludamos. En su semblante se percibía la honda tristeza y las heridas que el tiempo recrudece en vez de sanar: la ausencia y tal vez la traición de su esposa. Su tupido bigote no permitió adivinar algo que le preguntaba a Mario, quien en seguida afirmó con la cabeza y de improviso me llevó a su lado y sujetó mi mano.

—Sí, Annia es mi novia, papá —exclamó con la alegría rebosando su rostro.

«Y es mi prometida», pensé, pero noté que Clara arrugaba la nariz y sus ojos se llenaban de cólera.

En Tus SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora