30. Lo que encontré en casa del abuelo

92 27 181
                                    

Llamé a Clara en repetidas ocasiones cuando me encontraba en Vermont, pero ella nunca contestó. En mi corazón aúnguardaba la esperanza de que ella recapacitaría y me daría otra oportunidad para demostrarle que la quería, que siempre lo había hecho y que estaba dispuesta a hacer lo que fuera para hacerla feliz.

Lo que fuera, menos renunciar a Aarón...

No podía renunciar al hombre que me amaba y parecía necesitarme tanto. Y, sin embargo, ahí estaba yo. Metida en la casa Riveira, con mis dobles intenciones nada honorables.

Tal como lo había imaginado, mi abuelo se sintió feliz por tenerme a su lado el caluroso mes de agosto, no así el viejo Raymond ni la floja de Claudette, quienes torcieron la boca al verme y sólo se limitaron a saludarme por mera cortesía.

Con un voluminoso equipaje de mano y montones de regalos para mi abuelo, me preparé para instalarme en la polvorienta mansión. Claudette limpió, según ella, la habitación del cuarto de huéspedes que se encontraba en el piso de abajo. Mi abuelo ni siquiera recordaba cuándo fue la última vez que se utilizó. "Mi abuelo pensó en todo", pensé, y me enternecí. Se me llenaron los ojos de lágrimas cuando vi en conjunto las rápidas pero apropiadas mejoras que ordenó antes de mi llegada. La que sería mi cama lucía una bella colcha púrpura con peluches y almohadas de colores pastel chillantes, propios de una niña pequeña, no de una joven de veinte años.

Me reí con ternura cuando tomé entre mis manos un gran caballo de felpa, casi de la mitad de mi estatura, que se encontraba recargado en mi cama sentado sobre sus dos patas traseras. Su cola esponjosa se desparramaba en todas direcciones y sostenía entre sus mandíbulas una zanahoria.

—Es precioso, ¿no? —me preguntó él—. ¿Verdad que te gusta cabalgar?

Para ser sincera, me moría de miedo de solo pensarlo. Las pocas veces que lo había intentado, con mi madre a mi lado, ella terminaba perdiendo la paciencia, pues yo nunca conseguí que el caballo girase en la dirección correcta ni supe cuándo apretar los flancos para que el animal se detuviera. En varias ocasiones, se me había desbocado y yo me abrazaba como una tonta a su cuello, implorando que el animal detuviera su alocada carrera. En fin, fueron más los sustos que mi pobre madre se llevó que lo que logró enseñarme.

Ella, en cambio, era perfecta: su postura erguida pero relajada, su mirada siempre altiva y segura. La manera como sostenía las riendas y esa ecuanimidad que poseía era exactamente todo lo que yo no tenía. Me sonreía con su bello rostro, que apenas se veía debajo de su casco; con sus cabellos recogidos y sosteniendo hábilmente las riendas para infundirme seguridad. Pero nada de eso funcionó, ni siquiera las clases de equitación pudieron enseñarme cómo subir al caballo sin tener que padecer antes un vergonzoso intento por impulsarme, porque al meter el pie izquierdo en el estribo y, por alguna razón que nunca comprendí, lo dejaba siempre atorado. ¡Y eso que ése era el primer paso!

Pero le mentí.

—¡Sí, abuelo! ¡Me gusta mucho!

—¡Yo lo sabía! ¡Eres como tu madre! ¡Por eso te lo compré!

Lo abracé y lo llené de besos en agradecimiento. No le iba a romper su mundo de felicidad.

Lo curioso era que a mi abuelo aún le gustara pensar en los caballos. Según me contó mi madre, el accidente que sufrió  había sucedido mientras él montaba su adorado pura sangre en su casa de campo.

Ya habían pasado tres años. Cayó de espaldas rompiéndose algunas vértebras del cuello. Al principio, solo podía mover un poco los brazos y las manos, pero después de algunas cirugías y otros cuidados pudo recuperar el movimiento poco a poco. Los médicos no se mostraban del todo desesperanzados. Si mi abuelo quería entrar en un programa de investigación para restaurar sus vértebras rotas, lo podía hacer. Tenía el dinero suficiente como para intentarlo, o incluso podrían adaptarle unas piernas artificiales que le permitieran caminar de nuevo.

En Tus SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora