31. Las cosas diferentes

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Resolví no decirle nada a nadie, ni siquiera a Mario, mi amigo y confesor. Las siguientes tardes que pasé con mi abuelo las dediqué a leer y releer los diarios de Irenne San Luis. Mantenía el televisor prendido y a todo volumen, para que a nadie le extrañara que pasara tanto tiempo encerrada en mi habitación.

Raymond Hubert nunca se dio cuenta de que lo drogué. No despertó sino hasta el día siguiente, con una fuerte jaqueca. Irónicamente, mi abuelo le obsequió un par de sus píldoras que el viejo engulló rápidamente, y volvió a quedarse dormido esa tarde y la mañana del día siguiente también.

«Me estoy haciendo viejo... me estoy haciendo viejo...» , susurraba mientras deambulaba por la casa.

Tenía todas las pruebas en mis manos. Todo el pasado de mi madre y de la madre de Clara. De mi abuelo y de mi padre.

Me enteré de la adopción ilegal de Irenne San Luis, de cómo conoció a mi abuelo y a mi madre una tarde de 1971. Descubrí los inicios de su enfermedad y el amor de hermanas que existía entre aquellas dos jovencitas tan diferentes la una de la otra. Como Clara y yo...

Lo que descubrí en las páginas del último diario, titulado «1976-1977» me dio el tiro de gracia. Mi padre figuraba en la mayoría de los relatos. Sí. Era él. Era Marcos Sullivan quien se había enamorado de Irenne, no de mi madre. Y mi abuelo, increíblemente mi abuelo también la amaba.

Los relatos de Irenne terminaban describiendo los detalles de los preparativos de su boda con Carlo Sanford y su infinita añoranza por Marcos, a quien no podía olvidar; su deseo de escapar de la Casa Riveira para dejarle el camino libre a mi madre. Me costaba trabajo entender que Irenne renunciara al amor de Marcos para que mi madre fuera feliz.

El último diario era un cúmulo de relatos de añoranzas por un amor perdido y, coronados por la esperanza de encontrar algún día la felicidad, pero no había nada más allá de las páginas escritas una semana antes de la boda de Irenne. Nada que me indicara qué había sucedido después.

Me sumergí en el pasado de la casa sucia y arenosa. Pude escuchar las risas de felicidad de mis padres y mi abuelo que se escuchaban por todos los pasillos, y sentir el destino sonriéndoles a todos, dándoles la esperanza de que un futuro estaba lleno de promesas.

Esparcidas en la caja había también fotos de mi madre y de Irenne, bellas y radiantes, sonriendo y haciendo muecas graciosas. Solo entonces me di cuenta de cuán bella era aún mi madre y cuánto más podía ser si volvía a sonreír de aquella manera.

Y ahí estaba... una de los tres. Sentí una puñalada atravesando mi pecho al ver los hermosos y joviales ojos de mi padre. Esa sonrisa encantadora y ese rostro atractivo y sereno.

Me dolía saber que mi padre había amado con tanta devoción a otra mujer que no fuera mi madre... Yo lo recordaba todavía. Recordaba el tierno beso que le daba a mi madre antes de irse a trabajar y la sonrisa angelical que se dibujaba en el rostro de ella cuando él se devolvía antes de cruzar la puerta para buscar un segundo beso. «Que tengas un buen día, mi amor, nos vemos en la cena», le decía.

Cómo dolía. Él siempre tan gentil y amable, con esa sonrisa bondadosa y esos ojos cafés profundos y sinceros, bálsamos de todos los dolores y temores. Me negaba a pensar que él se hubiera marchado con Irenne. Él amaba a mi madre. Yo lo sabía. Había sido testigo de ello.

Las fechas no coincidían. Me aferré a esa idea, como se aferra un moribundo a vivir un día más: «Irenne se marchó después de que mi padre muriera... se marchó después, sí...»

Una tarde de agosto oí a mi abuelo vociferando y golpeando sonoramente la puerta de mi habitación. Apagué rápidamente el televisor, que tenía a todo volumen; escondí debajo de la cama tanto los diarios y como las fotos, y abrí.

En Tus SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora