24. Una cinta y un anillo

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Vermont, 1977.

Marcos se marchó a Maine. Supervisaría el funcionamiento de la nueva papelera que Luis Riveira y asociados habían echado a andar, y no volvería hasta el mes de julio.

Irenne y Carlo fijaron la fecha de su boda para el 15 de julio.

Estela y ella lo pasaban muy ocupadas con los preparativos de la boda. Luis deambulaba por la casa como si fuera un alma en pena. Se le veía distraído y cada vez más ensimismado. Fue Estela la primera en darse cuenta que algo andaba mal con su marido.

Una noche, antes de dormir, mientras planchaba cuidadosamente una de las camisas que su esposo usaría el día siguiente, Estela se animó a preguntar.

—¿Qué no es cuestión de alegría que nuestra Irenne se case con un hombre tan bien posicionado como lo es Carlo Sanford?

Luis se encontraba leyendo un libro. Alzó la vista, tratando de comprender las palabras de su esposa.

—Ciertamente... —dijo y volvió a la lectura.

—¡Entonces no comprendo por qué estás tan triste!

—No es eso, mujer. Estoy preocupado por la fábrica, y por la puesta en marcha de la nueva papelera en Maine. tengo muchos negocios en la cabeza, Estela, muchas preocupaciones, y sumado a eso, aún tengo que pensar en la boda repentina de Irenne.

—Siempre has sido un hombre con muchas ocupaciones, y siempre has sabido cómo sobrellevarlas. No entiendo por qué precisamente ahora tu ecuanimidad se viene abajo.

Luis se levantó del cómodo sofá y fue a reunirse con su esposa.

—Pronto se me pasará. —Depositó un tierno beso en su frente—, ya deja esa camisa, que ya no tiene ninguna arruga.

Estela nunca fue una mujer muy intuitiva; sin embargo, había estado casada con su esposo durante veinte años, tiempo suficiente para reconocer cuando algo no andaba bien. Sabía de antemano que por más que preguntara, la respuesta de Luis siempre sería la misma: problemas y presiones del trabajo.

Luis no era del tipo de hombres que llevaban sus problemas de trabajo a casa, pero Estela decidió creer en las palabras de su marido y dejó de preguntar.

Pero el comportamiento taciturno de Luis se repetía cada vez más. Y su completo desinterés por la boda de su hijastra puso a Estela nuevamente sobreaviso. Ya no había miradas tiernas ni sonrisas para ella y sus dos hijas. Ni bromas ni juegos ni pláticas divertidas. A su rostro no se asomaba ya ninguna sonrisa, a no ser de aquellas que forzaba solamente para complacer a su esposa.

Estela amaba a Luis con todo su corazón, y su confianza hacia él era completamente ciega. Lo era hasta el momento en que sintió que el hombre ocultaba algo que le estaba infligiendo un dolor inmenso.

Una mañana de mediados de junio encontró la primera pista.

Estela ponía sumo cuidado en la ropa de su marido. No permitía que nadie tocara sus costosos trajes de lino y algodón. Era ella misma quien los llevaba a la tintorería y los acomodaba en su gigantesco ropero, después de alisarlos delicadamente con la plancha.

En los cajones de su cómoda colocaba los pañuelos, bordados también por ella, que Luis guardaba en los bolsillos de su camisa o pantalón.

Ese día, mientras las chicas se entretenían en la recámara de Isabel personalizando la torre de invitaciones de la boda, Estela subió el cesto con las camisas deportivas, los pañuelos y los trajes de montar de Luis.

Los cajones estaban perfectamente organizados, de izquierda a derecha y de arriba abajo. En los últimos guardaba sus pijamas. En los de en medio, las camisas deportivas, y en los primeros, la ropa interior, los calcetines y los pañuelos. El estricto orden que mantenía Estela era absolutamente predecible, así es que si encontraba algo fuera de lugar, sabía que el ama de llaves se le había adelantado subiendo la ropa y acomodándola en el mueble, lo que a ella le molestaba sobremanera, pues poco le importaba mantener clasificada la ropa de Luis por color y por tamaño, como lo hacía ella.

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