48. Cadena de mentiras

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La casa de los Sanford me parecía diferente, como si hubiera pasado más de una década desde la última vez que estuve ahí. Y no habían sido más que un par de semanas.

Desde el momento en que la puerta del despacho de Carlo crujió, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Era la primera vez que entraba en esa habitación.

Carlo se dejó caer en su asiento de piel, con los brazos lánguidos y la mueca más triste que había visto en su rostro. Y eso que su semblante siembre estaba cargado de melancolía y desesperanza.

Aún me preguntaba qué estaba yo haciendo ahí; por qué Carlo me había llamado con tanta urgencia. Mi primer pensamiento fue que algo malo le había sucedido a Mario, pero no era eso lo que él quería decirme.

—Hay algo que debes saber —me dijo con voz ronca a través del teléfono—. Ven a mi casa, antes de que me arrepienta...

No me imaginé qué más podía decirme que yo no supiera o me interesara.

Encendió un puro de los que mi abuelo también solía fumar. Echó una bocanada y, con la mirada, me ordenó tomar asiento. Yo me sentía demasiado nerviosa como para sentarme, así que preferí quedarme de pie.

—¿De qué se trata? ¿De Clara?

Él negó con la cabeza.

—Es Mario. Merece ser feliz. Al menos no le arrebataré también a él la felicidad...

—Discúlpame, Carlo —interrumpí—, pero lo que sucede entre Mario y yo nos concierne solo a nosotros.

Me froté las manos con nerviosismo.

—Irenne... —continuó hablando, con una voz profunda; su mirada parecía extraviada, encajada en sus recuerdos— ...Mi dulce Irenne... Ojalá algún día puedas perdonarme. —Luego se dirigió a mí, con el sufrimiento, tal vez la culpa, en los ojos—. Ojalá algún día todos puedan perdonarme.

Me estremecí.

—Será mejor que me vaya —dije muy bajo.

—Quédate, Annia —me ordenó con una severa advertencia implícita en sus ojos—. Quédate y escúchame hasta el final. Y después, ódiame tanto como quieras.

Palpé la fina piel del amplió sofá que tenía al lado. Luego, con movimientos torpes me dejé caer en él, presintiendo que iba a necesitar un apoyo después de escuchar lo que vendría. Entonces Carlo habló. Finalmente, después de trece años, la persona más inesperada me revelaría la verdad.

—Mi esposa era bella, una hermosa hechicera a la cual siempre amé. Pero con la misma intensidad que la amé la aborrecí. Siempre tuve celos de todo aquel que la mirara; siempre creí que desde el momento en que aceptó casarse conmigo, toda ella me pertenecía, sus pensamientos, su respiración y hasta sus más íntimos secretos. Ella era mía, mi posesión más amada. Golpeé el rostro de todos aquellos que se atrevían a mirarla de manera lujuriosa, pero también a ella la castigaba, culpándola por su exuberante belleza y su sensualidad. Toda su magia debía ser para mí. Yo no estaba dispuesto a compartirla con nadie.

»Me ocultó muy bien sus sentimientos hacia Marcos. Lo hizo por muchos años. Me convenció de dejar Rhode Island y mover mi bufete aquí, donde vivía su amada Isabel. Todo lo hice por ella, porque en la medida en que la lastimaba deseaba recompensarla. Marcos se convirtió en mi amigo, y llegué a pensar que él era como el hermano que perdí en mis años de juventud. Confié en él, y nunca dudé de sus ideas. Él era un hombre inteligente, con mucha visión, más de la que yo algún día tuve o tendré.

»Nada había en su comportamiento que me hiciera pensar que deseara a mi esposa. Ni tampoco había nada en ella que me lo revelara. Acaso un par de miradas intercambiadas y un ligero rubor que cubría las mejillas de Irenne cuando él la miraba.

En Tus SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora