3. Unas lilas

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Parte de lo que sucedió en el incendio, me fue relatado por Clara, Aarón y el mismo Mario, mucho tiempo después y durante el transcurso de esos años.

Mario llegó veinte minutos más temprano de lo acordado, estacionó su automóvil afuera de la casa de campo y esperó a que dieran las doce para recogernos. Cualquiera que lo hubiera visto se habría dado cuenta de que se encontraba nervioso, muy nervioso. Intentaba calmarse mientras garabateaba unas líneas en un cuaderno. Al cuarto para las doce, aproximadamente, escuchó la explosión y los gritos que le sucedieron. Descendió de su auto y corrió hacia la entrada. Vio a la turba dirigirse hacia la puerta y la llamarada enloquecida expandiéndose sin control. Pocos estudiantes saltaban la barda.

Los espantados vecinos salían de sus propiedades, indicando a los gritos que la ayuda ya venía en camino.

Conmocionado, Mario le habló a su padre, quien apenas entendía lo que el joven le explicaba.

Para su alegría, segundos después de colgar, vio salir a su hermana. A pesar de ser tan pequeña había logrado saltar el vallado.

Corrió a auxiliarla. Clara, envuelta en un mar de lágrimas se abrazó a él.

—Qué bueno que saliste... —murmuró Mario besando su frente.

Al poco tiempo, Clara reaccionó.

—¡Mario! ¡Annia sigue ahí! ¡¿Cómo va a salir?!

—Los bomberos ya vienen, Clara —contestó, aturdido.

Los segundos le parecieron una eternidad. Desesperado exclamó:

—¡Debemos hacer algo!

—¡¿Pero qué?! —preguntó Clara, casi en estado de shock.

—Debemos encontrar la manera de abrir la puerta. Hay demasiada gente adentro y no todos pueden saltar la barda.

—Sí, Mario. ¡Hay que intentarlo! —exclamó ella, tratando de no sucumbir a su desmayo.

Mario era, como se dice, un estuche de monerías. Abrió velozmente la cajuela de su automóvil y extrajo un martillo de su caja de herramientas, lo suficientemente grande y duro para romper las bisagras.
Con suerte, muchas vidas se salvarían esa noche.

—¡Escuchen! ¡Golpearé las bisagras! ¡Necesito que retrocedan un poco! —Mario les gritaba a los jovenes que golpeaban la puerta inútilmente con brazos y hombros.

El ruido y la confusión impidieron que entendieran sus palabras. Descorazonado, pensó que jamás lo lograría. Lo pensó un poco y dejó el martillo en el suelo. Arriesgando su vida, tomó impulso y se introdujo de un salto en el jardín.

—¡Por favor ayúdenme a quitar la puerta para que todos salgan!, ¡Retrocedan un poco!

Por fin lo escucharon y en una tarea titánica, los jóvenes de enfrente se organizaron y formaron una pared humana, con el propósito de contener a la masa que no dejaba de empujar.

Mario trepó la barda y saltó de regreso. Tomó el mazo y se apresuró a golpear las bisagras del lado derecho. La fuerza que estaba empleando era descomunal. Clara jamás lo había visto así.

En un último intento, las bisagras por fin cedieron y la hoja se desprendió de un lado. La pared humana fue vencida y el lugar comenzó a vaciarse con facilidad. Mario fue empujado y cayó al suelo, tuvo que arrastrarse para salir de ahí. Rápidamente el lugar comenzó a vaciarse.

Clara estaba desmayada cerca de su automóvil, sucumbiendo a la presión. Mario se acercó a ella, le tomó el pulso y la puso a salvo.

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