Vodka. Un pasillo vacío. Vodka. Presión en el pecho. Vodka. Dolor en la garganta, en la cabeza, en el cuerpo. En el alma. Vodka. Un trago, dos, tres. Perdió la cuenta al décimo. Los minutos que parecen horas. El reloj que para él se detiene. Sus recuerdos que no dejan de torturarlo.
Una mezcla. Una mezcla absurda entre esos que eran viejos y los que acababa de vivir. Los gritos de Valentina, sus exigencias. Su llanto, sus lágrimas. Su indiferencia, la propia, la de él.
— Deja eso la puta madre — y tiro un almohadón en su dirección. — mírame, mírame, Enzo, dios. No me culpes más. No tengo la culpa que ella esté muerta.
Vodka. Su respiración acelerada, sus manos sudadas. Ni cerrando los ojos las imágenes se le iban. Valentina llorando destrozada era una imagen insoportable. Sobre todo, al entender que era su culpa. Porque la era. Y ahora si podía verlo.
— Deja de mirarme así — la súplica de su voz. Él no podía moverse, estaba congelado. — no tengo la culpa Enzo, no la tengo, no la tengo. No quería que eso pasara. Deja de castigarme.
Castigarla. Vodka. Ella lo había castigado a él. Y cómo. Meses sin dirigirle la mirada, casi un año sin hablarle, convertirse en un fantasma en su propia casa. ¿Él la castigaba? Cuando todos sus intentos por acercarse fueron en vano. Cuando ella no paraba de expulsarlo fuera, de alejarlo, de sacarlo de su vida.
— Por favor te lo pido — el maquillaje en su rostro completamente corrido por las lágrimas, su cuerpo hecho un bollito sobre la cama. Sus manos rasguñando sus rodillas. Su voz quebrada. — No me odies más Enzo, no me odies más. No es justo. Yo también la perdí, yo la extraño. Cada día, en cada momento.
¿Cuándo las cosas se dieron vuelta? ¿En qué momento pasó a ser él quien la odiaba o la culpaba? Intentó recordar. Sus primeros días después de la muerte de su hija eran difusos: no había estado consciente de nada. Entre el alcohol, las pastillas, el dolor y la angustia. Se perdió en algún lugar distinto cada noche, lo tuvieron que ir a buscar tres días después del entierro. Su hermano lo llevó a rastras a su casa, le obligó a comer y a hidratarse, a sentarse en un sillón por horas y evitar tomar alcohol. No le habló. No lo presionó. No le reclamó. Solo le dirigió la palabra cuando él intentó irse y lo retuvo, lo obligó a volver a la realidad.
Los días anteriores a esos fatídicos eran todavía más difusos, pero porque se la pasó en un hospital. Su hija había muerto, Valentina estaba delicada y toda su concentración estaba puesta en que ella salga de esa situación. Y cuando ella lo logró, él desapareció.
Ausencia. Era todo lo que él le había dado esos primeros días, con el total convencimiento de que ella no deseaba verlo. Él manejaba ese auto. Ese auto que mató a su hija y la dejó al borde de la muerte a ella. ¿Cómo Valentina iba a siquiera querer verlo? Él no podía verla. No podía verla a la cara y asumir que él manejaba ese auto que les había arrebatado todo.
Al volver, ella no salía de su habitación, no le hablaba, no lo veía y él se desesperó. Jamás la presionó, pero hubiese deseado hacerlo. La distancia lo abrumó, la culpa lo inundó. ¿En qué momento pasó?
— Enzo por favor deci algo — ella lloraba en esa cama. Él sostenía la botella y la miraba con pena. Pena que la destrozaba, la partía. Él solo le tenía pena. — No me hagas esto otra vez.
— ¿Qué no te haga qué?
— ¿En serio no te duele? — se tomó el pecho con ambas manos. Las lágrimas no dejaban de recorrer su rostro. — ¿En serio podés estar sentado ahí sin que se te mueva un pelo?
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Claroscuro - Enzo Fernández
General Fiction《 - ¿Qué estamos haciendo? - ella gime contra su oído, estremeciendo la totalidad de su cuerpo. Las manos de él recorren su espalda lentamente mientras sus ojos negros la buscan. Sus miradas chocan. El silencio es intenso, duro. Las respiraciones ac...