Capítulo 13

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Sábado.

Me encuentro en el supermercado con un pijama de gatito y pantuflas. Tengo los ojos irritados resultado de haber llorado más agua de la que mi cuerpo puede almacenar, casi toda la noche.

Las palabras de Callahan resuenan en mi cabeza cómo un tambor. Uno ruidoso que me hace daño y me ensordece.

Y el nudo en mi estómago desde aquella cita, mucho antes de recibir la noticia, no ha disminuido ni un poco.

Me duele la espalda, la cabeza y los hombros, todo me duele. Sobre todo el  enorme peso que se ha instalado en mi espalda.

—Leucemia linfocítica.

Ese fue el diagnóstico final ¿en serio fue el definitivo? ¿Y si el doctor realmente se equivocó?

—Lo siento, señorita —dijo, cuando notó que no estaba prestándole atención. Lo di todo por perdido desde que las palabras abandonaron su boca.

Pero aún así decidí negarme.

De todo, la fase de negación, es la más difícil.

La mirada de Callahan sólo hizo que mi pecho doliera aún más.

No enciendo mi celular desde ayer, pese a que tiene toda la batería.

Sé que mamá llamará y no estoy segura de si lograré contener el llanto si escucho su voz.

Tampoco había salido de mi cama desde que llegué ayer por la mañana, salvo para hacer pipí y tomar café.

Agradezco que tío Garlo se haya peleado con tía Lisa, pues son días que se pasa con ella y así no lo tengo rondando mi casa, preguntándome cómo me fue con el doctor.

Sí, lo sé, debería ser al revés.

Sí, también sé que mi familia debería estar al tanto, pero no sé cómo decirlo y aunque el consejo del doctor fue:

—Le realizaremos quimioterapia. Dos ciclos de seis semanas.

¿Con qué se come eso?

—“Mantenga a sus familiares cerca. Eso es indispensable”

No sé como dar la noticia sin desmoronarme. No puedo.

Sé lo que va a causarle a mis padres esa noticia.

Me muerdo el labio con fuerza y ojeo una vez más el estante repleto de chocolates y snacks, sin tocar nada, sin decidir qué llevar.

Las pegatinas en las etiquetas se vuelven borrosas cuando las lágrimas se acumulan en mis ojos.

Duele.

Dios, como duele.

Me inclino sobre mi estómago, tratando de respirar y hacer un esfuerzo sobre humano para no ponerme a sollozar en medio del pasillo.

Son las diez de la noche y debo parecer una lunática.

Tengo cáncer…

Lágrimas silenciosas bajan por mis mejillas.

Voy a morir, lentamente y dolorosamente.

Lleno una cesta con chocolates y doritos al azar, que sé que no voy a comer y avanzo con paso cansino por el pasillo.

Y es que no sé qué me preocupa más.

Darle la noticia a mis padres, dejar que me metan drogas en las venas… O la idea de morir lentamente.

Sí, sé que se puede vivir años con cáncer, pero eso no es vivir. No lo es ni de cerca.

Y puede que suene tonto, a pesar de que he estado llorando como Magdalena desde ayer, pero no sé cómo sentirme, paso del shock a la aceptación y luego a la negación, demasiado rápido.

Antes del Cielo [Wattys 2024]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora