Los pasos de la hechicera sobre los escalones de piedra eran el único sonido que rompía el abrumador silencio. La joven bajaba despacio, armándose de valor mientras avanzaba hacia su objetivo. Las antorchas que iluminaban su camino parpadeaban, lanzando un resplandor inquietante sobre los grabados arcanos que adornaban las paredes de la escalinata. Al final de la escalera de caracol, una sala circular se extendía ante ella.
La cámara, oculta en lo más profundo de aquella antigua fortaleza, era un santuario de oscuridad y poder corrupto. Las paredes, talladas en la roca misma de la montaña, estaban adornadas con símbolos de magia negra y runas que latían con una luz tenue, como si estuvieran vivas, contando historias de hechizos prohibidos y pactos hace siglos olvidados.
El aire en la estancia estaba cargado de esa clase de energía mágica tan tenebrosa y putrefacta que hacía que incluso a alguien como ella, la piel se le erizara al entrar. Un olor intenso a incienso y a tierra húmeda impregnaba el ambiente, mezclándose con el leve aroma de libros antiguos y pergaminos que se acumulaban en rincones y repisas. Algunos de esos textos eran tan antiguos que el mero hecho de tocarlos podría hacer que se desmoronaran convirtiéndose en polvo. Allí también antorchas mágicas colgaban en intervalos a lo largo de las paredes, sus llamas danzando en colores poco naturales, lanzando sombras retorcidas y alargadas que parecían moverse con vida propia, como si fueran espectadores silenciosos obligados a guardar para siempre los secretos de la cámara.
En un rincón, un caldero burbujeante emitía un vapor que se retorcía en el aire, formando imágenes efímeras. Rostros, símbolos, criaturas oscuras y horripilantes. Espejismos tenebrosos que se disolvían tan pronto como se formaban provenientes del mismísimo más allá. En el extremo opuesto, sobre unos estantes mohosos e irregulares, se exponían diversos objetos mágicos. Esferas de cristal que mostraban nubes tormentosas en su interior, amuletos que zumbaban con energía sellada, y frascos con sustancias que cambiaban de color y forma.
En el centro, una figura oscura se mezclaba con las sombras que la rodeaban. Namalum, el nigromante, presidía la sala en un trono de muerte hecho de huesos y cráneos de todo tipo de criaturas, alzándose como un monumento a su poder y crueldad. A su alrededor, parecía flotar una neblina tenue, negra como la noche, como si la misma muerte lo acompañara. El nigromante imponía, y no era respeto, era puro terror, tanto por su presencia como por su reputación. Alto y delgado, su figura era como un ciprés oscuro, recto y dominante. Su piel, pálida como el mármol y estirada sobre sus huesos afilados, parecía apenas tocar el reino de los vivos. Sus ojos, profundos y penetrantes, brillaban con una luz rojiza, reflejando una maldad que helaba la sangre. Tenía las manos largas y delgadas, y sus dedos poseían un tinte ligeramente azulado, como si estuvieran impregnados por la energía de la muerte que tan a menudo manipulaba. El cabello de Namalum, negro como una noche sin luna, caía hasta sus hombros, enmarcando un rostro de rasgos angulosos y una mirada que podía atravesarte el alma. A pesar de su apariencia casi espectral, había una agudeza y una astucia en su semblante que advertía de su mente excepcionalmente brillante. Namalum no era solo un maestro de la magia oscura, un baluarte de conocimiento antiguo y prohibido, sino también un estratega y un manipulador consumado, cuyos planes se extendían a través de los hilos del tiempo y el espacio.
— ¿La has encontrado?
La voz del nigromante rompió el silencio en cuanto la hechicera pisó la estancia, como el eco de una tumba, profunda, rasgada y resonante, llevando consigo un aire de autoridad incuestionable y un toque de crueldad. La observaba con los ojos brillantes como carbones encendidos. Lyriana saludó con una leve reverencia y bajó la mirada manteniéndose a una distancia prudencial. Sabía que su señor no estaría contento con los resultados así que trató de elegir con cuidado las palabras.
— La chica no estaba sola.
Silencio. Frío. Muerte subiendo por sus tobillos. Lyriana trató de permanecer erguida, disimulando el nudo que se le formaba en el estómago. El nigromante ladeó la cabeza, estudiándola desde su trono. Pero no dijo nada, y Lyriana tragó saliva antes de continuar.
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Aetheria. Las Hijas de los Dioses - Libro 1 [Completa]
FantasyLaura es una joven de 18 años con una vida normal pero eso cambiará para siempre este verano. Un viaje inesperado, un mundo lleno de criaturas que sólo existían en su imaginación y un pasado por descubrir, marcarán para siempre su futuro.