Capítulo 1

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Las adicciones son muy reales. Y muy molestas. Sarocha odiaba cada vez que aparecía y la obligaba a hacer todo lo que dos meses antes prometió no repetir. Pero ahí estaba ella otra vez, esperando.
El ruido del coche en el camino cubierto de piedras, alertó de su llegada. Por eso, cuando recibió el mensaje en el móvil, un simple "OK", ya estaba frente al teléfono, abriendo el portón de acceso.
Escuchó el deslizar metálico de la puerta, nuevamente el sonido de las gomas contra las piedras del camino y, después, solo su querido silencio. ¿Esta vez sí estaría dudando? Permaneció detrás de la puerta, negándose a hacer nada que pudiera influir en lo que sucedería a continuación
La espera debería irritarla, ¿impacientarla, quizás? La realidad era que únicamente aumentaba su necesidad. Lo notaba en cómo se aceleraba un poco más su corazón, en el calor incómodo que le acariciaba la cara, y en la sensibilidad extrema entre sus piernas.
Se apoyó contra la pared. Imaginó con anticipación lo que estaba por suceder y volvió a experimentar el inevitable cosquilleo en la boca. Alzó la mano y deslizó el dorso contra sus labios, con fuerza. Un acto estéril, lo sabía.
Escuchó abrir y cerrar la puerta del coche, los pasos sin prisa que se acercaban. No por esperado, el timbre la sobresaltó menos.
Tomó unos segundos para volver a componerse, para relajar los músculos de la cara. Siempre era consciente de los músculos del rostro, siempre relajándolos. Por eso reía, internamente, por supuesto, cada vez que insinuaban que su inexpresividad era resultado del uso descontrolado de bótox.
Decidida, echó un último vistazo a sus pies descalzos, al kimono de seda con la apertura precisa y a la bata a juego que solo era la promesa de más. Entonces, abrió.
-Charlotte, ¿entras? -preguntó Sarocha con toda la neutralidad que pudo
No por primera vez, Sarocha se preguntó si lo que veía en el rostro de Charlotte era odio o deseo. Al final, siempre llegaba a la conclusión de que eran ambos. Que te concedan un gran deseo puede ser un inmenso castigo.
—¿Vestida para matar? -preguntó Charlotte con ese tono de amargura que lograba crisparle los nervios.
—Hoy nadie muere, no te preocupes —respondió Sarocha mientras, con la mano, volvía a invitarla a entrar.
Estar tanto tiempo en la puerta de entrada comenzaba a ponerla nerviosa. Casi nadie conocía esa casa, estaba a nombre de su madre, pero nunca sabías cuándo alguien podía pasar y reconocerte. Poco probable, teniendo en cuenta la altura del cercado exterior, pero daba igual, tomar precauciones era ser ella.
Sarocha, mujer.
Sarocha, hija de puta.
Sarocha, precavida.
Algunos dirían que paranoica. Muchos de ellos ya borrados del mapa por una tendencia en la red social de turno. Algo de paranoia no les hubiera venido mal.
Quizás porque en ese momento Charlotte pensó lo mismo, echó una última mirada al exterior y entró. No había necesidad de indicarle el camino, ya lo conocía.
Sarocha la siguió, sabiendo de antemano la coreografía que interpretarían. Primero, a la cocina y en silencio. Después a la nevera, a por una cerveza. Tercero, el trago largo. Cuarto, volverían al salón. Quinto, enfilar hacia el sofá y casi, casi sentarse porque, justo cuando el movimiento empezaba a brotar, Sarocha se acercó a Charlotte por detrás y enmarcó sus caderas con las manos.
Presionó solo un poco, lo suficiente como para acercar el cuello de Charlotte a su nariz, y con cuidado, al acecho, comenzó a trazar un camino que iba desde la base hasta el lóbulo de la oreja.
A Sarocha nunca le gustó el olor de Charlotte, al menos no el de su piel más expuesta. Sí le gustaba su altura perfecta, diez centímetros menos que sus propios 1.72 cm. Le gustaba la dureza de sus músculos y sus caderas marcadas, perfectas para sostener.
Sobre todo, Sarocha volvía a Charlotte una y otra vez porque podía, porque sabía que Charlotte, a pesar de intentarlo en cada ocasión, era incapaz de dejar pasar la oportunidad de estar con ella una vez más. Y no hablaría. Esa era la razón principal, todo lo demás puntos extra que existían por esta circunstancia.
Sarocha tenía una garantía de silencio: el amor de Charlotte.
No por ella, a ella la odiaba un poco, el amor de Charlotte era por su esposa y por sus dos hijos. Por eso, al amparo de la certeza que daba un amor ajeno y el deseo propio, Sarocha deslizó las manos por la falda gris y al llegar al extremo inferior, comenzó a tirar de la tela hacia arriba. Poco a poco descubrió las piernas suaves en las que se podía adivinar un pequeño temblor.
Cuando la braga negra comenzó a asomar, sostuvo la falda con su brazo izquierdo. Con la mano libre fue a constatar una certeza y trazó un semicírculo sobre la ligera colina que cubría la tela.
Humedad.
El gemido agónico de Charlotte abrió las puertas a un deseo en construcción. Sarocha tomó la cerveza que todavía colgaba de la mano de la mujer y la colocó sobre la mesa.
Volvió a sostener a Charlotte por las caderas, la guio hasta el sofá y le hizo dar media vuelta. Luego, volvió a subir la falda hasta dejar la braga al descubierto.
—Siéntate —susurró con el tono de engañosa suavidad que no admitía réplicas.
Charlotte se dejó caer. Con movimientos que recordaban a un atleta preparando su posición de salida, Sarocha se puso de rodillas y, con cuidado, como quien está realizando un corte preciso y estéril, abrió el ángulo perfecto entre las piernas que tenía delante.
No pudo menos que felicitarse por el control que aún mostraba, mientras que en su interior una fuerza tiraba hacia delante, hacia lamer, succionar; calmar una necesidad que la arrastraba una y otra vez. Todavía tuvo tiempo para un pensamiento frívolo: su buen criterio al comprar alfombras gruesas.
Decidida a mantener el frágil dominio sobre la escena, se acercó con lentitud a la braga y en lugar de la boca que Charlotte deseaba, fue su nariz la que comenzó a recorrer el terreno negro flanqueado por las blancas piernas. Primero la orilla, insinuando el roce. El olor a humedad que casi saboreó, casi. Sintió el movimiento de la cadera de Charlotte intentando obtener más fricción. La complació a medias al llevar la nariz a su centro, más cerca, con más vigor. Esa vez no se negó el placer de inhalar con fuerza y el olor primario hizo que se le escapara un corto gemido.
Comprendió que parte de su control se le estaba escapando cuando no pudo resistir el impulso de abrir la boca, sacar la lengua y, en parte morder, en parte lamer, la tierna carne cubierta de tela negra. Estaba tan inmersa en el momento que, al sentir unas manos que tocaban su cabeza, reaccionó como un animal al que intentan quitarle su presa.
«Todavía no, todavía no», se dijo.
Con esfuerzo se alejó, aunque siguió de rodillas.
—Fuera -dijo tirando de la braga.
Moviéndose con torpeza y con la respiración cada vez más atropellada, Charlotte alzó las caderas y bajó hasta las rodillas la empapada prenda. Sarocha continuó el movimiento y despejó las piernas. Solo necesitó hacer un poco de presión en ambos muslos para que Charlotte entendiera qué quería de ella. No era la primera vez. Siempre esperaba que fuese la última.
La mujer, que por ahora seguía sus órdenes, se deslizó por el sofá hasta que su líquido centro quedó al borde, como una muralla detrás de la cual está todo lo bueno por lo que vale la pena arrodillarse.
Sarocha sintió que su propia boca se llenaba de agua, una respuesta pavloviana que nunca dejaba de asombrarle.
Observó el pelo cuidadosamente cortado que cubría los labios, el interior rosado, la apertura brillante, el clítoris inflamado por la ocasión. Se inclinó, sacó la lengua y con la punta recorrió centímetro a centímetro el interior de los labios. Lo hizo como hacía todo, con minuciosidad, aspirando a la perfección.
Primero a la izquierda, después a la derecha. Regresó al centro y empujó la lengua hacia dentro. Volvió a sentir unas manos en su cabeza, pero esta vez no se sobresaltó. Charlotte recogió el pelo negro que le caía sobre las sienes e hizo una especie de coleta minúscula que mantuvo sujeta con una mano.
Buena chica.
Relajó la lengua, ya no era el músculo rígido y puntiagudo de unos segundos atrás, ahora era un valle suave, como una especie de pala de terciopelo que repartió humedad en su ascenso. Escuchó el gemido fracturado de Charlotte y sintió la presión crecer en su cabeza. Volvió a descender por la franja húmeda. Repitió el mismo camino hacia el clítoris.
Esta vez la presión en la cabeza no fue gentil, tampoco lo fue el tirón a su pelo.
No tan buena chica.
Sarocha tuvo un escaso momento de lucidez en el que comprendió que su control había llegado hasta la incapacidad. Deslizó la mano derecha entre sus propias piernas y comenzó a dibujar círculos acelerados alrededor del clítoris.
Escuchó su gruñido como algo ajeno que solo apareció para encenderla más. Imprimió más vigor a los lametazos que daba entre las piernas de Charlotte, pero esta vez los movimientos carecían de precisión. El control cabeza mano nunca fue su fuerte, solo su debilidad.
Charlotte dio un tirón brusco, violento, que apenas dejó a Sarocha espacio para respirar. Sintió como la saliva traspasaba sus labios y añadía más humedad alrededor.
—Come —escuchó la voz cargada de deseo y resentimiento.
Se concentró en mantener la lengua fuera y dejarse llevar por los círculos que Charlotte dibujaba con sus caderas. Cada vez más rápidos, cada vez más cerca del fin. Sarocha detuvo el movimiento entre sus propias piernas y sin apenas transición, acercó los dedos a su apertura mojada. Primero dos, que se deslizaron con exquisita suavidad. Sintió cómo el tejido delicado los engullía y acomodaba.
Su boca, en este punto un ente con voluntad propia, gritó entre las piernas de Charlotte.
Hizo espacio para un tercer dedo que entró con mayor dificultad por el apretado canal. Curvó la mano y colocó la palma sobre el clítoris. Llevó los dedos hasta el fondo y todavía pretendió ir más allá. Salió un poco y volvió a deslizar la mano hacia delante, después hacia atrás, hacia delante, hacia atrás. Más duro, más intenso. Sintió el salto descontrolado de las caderas de Charlotte y escuchó su grito desatado.
Ya no pudo más.
Imprimió una velocidad frenética a sus dedos y escaló hacia la cima de un orgasmo que venía formándose.
Como siempre, hizo un esfuerzo por experimentar la sensación desde fuera, por Canalizar cada uno de sus potentes matices como si después tuviera que responder a un cuestionario. Para ella era como entrar en un espacio aislado del tiempo y del mundo, en el que por unos segundos se dejaba llevar.
La vulnerabilidad instantánea tenía un precio: su desapego posterior.
También tenía un beneficio: la sed se calmaba por un tiempo.
Cuando sintió que ya no quedaban más sensaciones que exprimir, dio media vuelta y se recostó contra el sofá. Tuvo cuidado de no mantener parte alguna de su cuerpo en contacto con Charlotte. Pasaron varios minutos antes de que alguna dijera nada. Como en otras ocasiones, tuvo la premonición de que Charlotte pondría un punto final a la particular utilización mutua.
"Utilización mutua".
', qué buen término para describir lo que
había entre ellas. Puestos ya a objetivarse, Charlotte sería un aliviador y ella, un excitador; dos objetos que se complementaban por arte de las circunstancias. Sin ella, Charlotte seguiría en su vida de sensaciones suaves, pero sin aliviador, Sarocha sabía lo que vendría: frustración, ansiedad, errores de cálculo.
—Me voy —dijo Charlotte.
Otra ocasión en la que no se atrevió a poner el punto final.
«Cobarde», pensó Sarocha.
En la periferia la vio ponerse de pie, subirse la estropeada braga y estirar la falda con éxito dudoso. Sarocha siguió en el suelo, apoyada contra el sofá, dejándose llevar por los primeros lametazos de desapego.
—Pues nada, ya conozco el camino.
El sarcasmo en la voz de Charlotte no le pasó desapercibido, pero no pudo importarle menos.
«¿Por qué siempre usa frases tan hechas?».
—¿Por qué tienes que ser así? —preguntó Charlotte, como si fuera un eco contestatario con tintes telepáticos—. Déjalo, da igual. Patria y honor diputada. Nos vemos mañana en el inicio del cole.
Maldita Charlotte, por unos minutos había olvidado que al día siguiente empezaba el circo. Mañana, Sarocha diputada volvería. Sarocha estratega, Sarocha hija de puta dispuesta a cortar cabezas.
Una nueva legislatura con un inepto falto de honor de presidente y el estreno de un grupo parlamentario lleno de burguesía de izquierda disfrazada de obreros de bien. Este país la necesitaba más que nunca.
Lo de ese día no fue más que un desliz para aliviar la maldita sed y seguir haciendo aquello para lo que nació: servir a un bien común, combatir a la progresía de salón, hacer su patria grande otra vez.

No puedo odiarte Donde viven las historias. Descúbrelo ahora