Capítulo 17

714 61 1
                                    

Sarocha observó a Rebecca caminar hacia el estrado del congreso. Dejó que el recuerdo del abrazo la inundara y lo utilizó como escudo contra lo vivido esos días. Estaba agotada de agradecer los pésames mecánicos que no se creía nadie. Agotada de intentar entender la tristeza espesa que provocó la muerte de su madre.
Permitió que la añoranza por esos segundos en los que Rebecca la abrazó se expresara en plenitud. Añoranza no, hambre. Sarocha sentía hambre por el contacto con Rebecca.
Un hambre que despertó cuando Rebecca decidió abrirle los brazos otra vez después de 12 largos años.
Ella no se engañaba, fue un abrazo de consuelo que la encontró en el momento en el que era menos ella, pero para Sarocha fue reencontrarse con el agua después del agotador desierto. Su cuerpo sabía que pertenecía a esos brazos de músculos elásticos y largos. Era tan tentador creer que nada podía pasar si te abrazaba Rebecca. Inviolable, así se sentía ella entre el círculo imperfecto de los brazos de su ex.
«Hoy es un día raro. Por favor, tomemos un minuto para disfrutar del milagro, muy terrenal, de que todos estemos hoy de acuerdo en algo.
¡Bravo, señorías! »
Más que escuchar el discurso de Rebecca, Sarocha lo leyó de sus labios, mesmerizada.
«No voy a hablar de las implicaciones para la democracia de lo que ha sucedido. Otros ya se han encargado de ello. Voy a hablar de lo que sentí cuando vi mi nombre en la lista de espiados».
Su boca, una exagerada tentación, perdió el desenfado de la primera frase y se hizo más íntima.
«Sentí indignación, sí, soy una indignadita, y sentí desprotección. Si yo, una privilegiada como me recuerdan todos los días, me sentí así, ¿Cómo se sentirá un ciudadano
sin mis recursos?»
Donde Sarocha hubiese hecho un discurso encendido y solemne, Rebecca regalaba suavidad, cercanía.
«El gobierno puede hacer lo que desee y los ciudadanos cuentan con mínimos recursos para poder enfrentarlo. Esta vez me sucedió a mí y a un puñado más de nosotros, pero mañana puede ser a ti y puede ser con consecuencias mucho más graves».
El gran peligro de Rebecca era que creías en cada una de sus palabras, sentías que te estaba diciendo toda la verdad.
«Yo todavía no sé por qué fui espiada. Todos sabemos de la Comisión de Secretos, pero yo no estoy autorizada a asistir y quien sí lo está, no puede decirme qué se habló. No importa.
Importa que nuestra intimidad no puede ser violada por razones arbitrarias»
Rebecca hizo una pausa y recorrió la sala con la mirada.
Sarocha contuvo la respiración, idiotizada.
«Es hora de asumir un discurso más valiente. Es hora de mirar más allá de los 4 años. Es hora de protegernos de nosotros mismos».
La inundación de hormonas que le provocaba Rebecca no impidió a Sarocha comprender cuán ingenuo era lo que estaba diciendo. Cuando se es Rebecca Armstrong, se puede mirar el mundo en función de generaciones. Cuando se es un diputado que depende de su salario para pagar la hipoteca, el colegio de los niños, putas y coca, los cuatro años se convierten en una carrera de ratas para asegurarte cuatro años más de empleo. Así de simple.
Para la mayoría de diputados era un empleo con el que pagar las facturas, nada más. Muy pocos, había aprendido Sarocha, sentían a su país como ella; como un llamado y una consagración. Su misión en la tierra.
El problema con su ex era que hacía un esfuerzo real por mirar el mundo sin los cristales de su fortuna personal. Y entonces sucedían dos cosas: o Rebecca terminaba en los mundos de Yupi o seguía mirando con los mismos cristales sin enterarse.
Eso era algo que enervaba a Sarocha, la enervaba y la enternecía, un resumen de la bipolaridad que siempre traía consigo Rebecca.
Una parte fuera de su consciencia la alertó de que el presidente del congreso había dado la palabra a su partido.
Se levantó por instinto, todavía sumida en los penSarochaientos de su ex.
Incluso con los ojos cerrados, Sarocha podría haber caminado la distancia que la separaba del estrado, tantas veces la había recorrido ya. Hoy todo era igual y a la vez muy diferente.
Hoy no quería enfrentarse a Rebecca, quería debatir con ella. Pero seguía siendo Sarocha, seguía siendo la representante de su partido y seguía creyendo lo que siempre creyó.
«Nos decían que éramos paranoicos, nos tildaron de conspiranoicos, de que veíamos esquinas en la tierra y reptiles en los tronos. Hoy sabemos más».
Hizo la pausa justa, tantas veces repetida, y continuó.
«Sabemos que nuestro estado nos espía por pura ideología.
Representantes públicos elegidos democráticamente son
espiados. Mientras...»
Hizo otra pausa y alzó la mano para seguir el ritmo de sus palabras.
«Los verdaderos enemigos de la Patria hacen y deshacen amparados por esas propias ideologías. Ideologías que nos convierten en buenistas cobardes, negacionistas de los conflictos reales y menesterosos de la beneficencia del estado».
Si doce años antes renunció a Rebecca para poder ser ella misma a plenitud, hoy no iba a traicionar su decisión. Su país se había convertido en un ente blandengue, carente de ambición, condenado a vivir asistido a perpetuidad. Ella no podía, y no iba a, mirar a un lado.
Cuando terminó de decir todo lo que necesitaba ser dicho, Sarocha bajó del estrado. Como siempre, se sintió un poco mareada gracias a la exaltación del momento.
—Muy bien —le dijo sonriente Juan, con esa gota de incomodidad que nunca lograba ocultar.
Juan, siempre sospechando que ella sostenía un puñal bajo la manga, dispuesta a clavarlo hasta el mango. Qué poco sabía él. Ella todavía lo necesitaba, después, ¿quién sabía?
En política, hay que matar al patriarca. Era solo cuestión de tiempo.
Se acomodó en su sillón, dispuesta a sobrellevar las horas de discursos enfermos de intenciones minoritarias. Cuando el circo terminó, Sarocha se fijó en la salida de Rebecca junto a los suyos. Pensó que le gustaría volver a encontrarla en el ascensor, pero la suerte a ella solo le llegaba si la construía
cacho a cacho.
En el pasillo, esquivó con algo de brusquedad a los periodistas. Esta vez se lo perdonarían, echándolo en el saco del duelo, ahora que la noticia era más conocida. Duelo,
¿estaba de duelo? ¿Se sentía en duelo? La pregunta la incomodó y decidió evitarla.
Subió en el ascensor sin apenas registrar a quienes tenía alrededor. Salió a toda prisa, pero se obligó a calmar el paso.
Postergar el placer a veces proporciona más placer. O en este caso, podría ser que postergar la decepción le regalara unos minutos más de ilusión.
Entró al coche, pero no lo puso en marcha. Sacó el móvil y escribió:
Sarocha_15:20
¿Cena hoy en mi casa? Necesito hablar contigo.
Hecho, ya estaba: su misión más importante del día. Ahora solo restaba el tiempo de tortura de la espera. Sabía que estaba aprovechándose de la disposición de Rebecca a ayudarla en un momento de dificultad, pero en realidad, se habría auxiliado de peores tretas si eso significaba volver a tener a Rebecca en su casa. Aunque hoy no solo la guiaban razones egoístas, hoy tenía mejores razones para justificar los impulsos egoístas.
El teléfono sonó y, con una aprehensión ridícula, fue a revisarlo. Era el pesado del secretario del partido. Rebecca no iba a responder de inmediato, razonó Sarocha, seguro todavía estaba con la rojipandi de Nueva Izquierda. La justificación auto inventada la hizo sentir mejor.
Puso el coche en marcha y salió, teniendo cuidado de dejar el móvil a la vista. Apenas había recorrido 5 km cuando escuchó una nueva notificación y no pudo evitar dar un vistazo al remitente. A tomar por culo la guardia civil, pensó.
Era Rebecca.
En el siguiente semáforo frenó con brusquedad y, sin transición, desbloqueó la pantalla del móvil.
Rebecca_15:49
¿Ok a las 20h? No puedo quedarme mucho tiempo.
La respuesta la dejó en un sitio cercano a la desilusión.
Rebecca estaba asegurándose una salida desde el momento cero, pero ese día, contrario a lo que Rebecca seguro pensaba, Sarocha la quería para algo más que sentirla cerca.
Sarocha_15:53 Vale, nos vemos.
Después de enviar el mensaje, sintió que recuperaba algo de la ilusión exaltada de momentos atrás. Volvería a tener a Rebecca en la intimidad de su casa.
Sarocha sonrió y puso el coche en marcha otra vez.

No puedo odiarte Donde viven las historias. Descúbrelo ahora