Capítulo 22

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Rebecca se mordió el labio intentando disimular una sonrisa.
La noche anterior ella escuchó a esa mujer que estaba en el estrado gritar mientras se corría. Y el día anterior a ese, y el anterior. No parecía que había suficientes días para calmar las ganas de Sarocha.
Observó el rictus grave de la mujer diputada, su mirada casi acusatoria hacia el hemiciclo, sus ropas oscuras, su solemnidad espesa. Pensó en Sarocha desnuda, en el hambre con que la devoraba, en el amor con el que la miraba. El corazón de Rebecca se encabritó.
Esa era el tipo de idea peligrosa que debía evitar. Por esas ideas, la edición anterior de su historia con Sarocha terminó con su azul casi borrado.
Pero era tan difícil no creer en el amor de Sarocha. A su lado, Rebecca se sentía amada con ferocidad, sospechaba que la única forma de amar que conocía esa mujer.
«Señorías, hoy volvemos a tener a la pandilla diversa pidiendo más privilegios».
La voz de Sarocha, como siempre que estaba en el estrado del Congreso, sonaba dura y trascendente. En opinión de Rebecca, con exceso de dureza, algo que contribuía a ahondar en la gran división que estaba alejando a todos.
¿Por qué no era capaz de ver el peligro del odio? ¿El peligro de convertir todo en un "nosotros contra ellos"? Otra vez, Rebecca se sintió asombrada de cómo su cerebro era capaz de percibir a la Sarocha diputada casi como un ser ajeno. "El amor no es congruente", le diría su padre, "el amor solo existe, como las enfermedades mortales".
«Nos dice la pandilla que son derechos humanos, como si el resto fuéramos menos humanos por no formar parte de su grupo de cabildeo supremacista».
Los gritos de protestas no se hicieron esperar y eso solo pareció insuflar más energía a Sarocha. Rebecca la vio vestir una sonrisa helada y, con ojos brillantes, continuó.
«Sí, supremacistas, supremacistas queer. Se tenía que decir y está dicho. Son supremacistas que creen que solo por su orientación sexual son superiores al resto».
La cara, se indignó Rebecca, la cara. Cuando llegó su turno, fue hacia el estrado a toda velocidad.
«¿Supremacismo, señorita Chankimha, supremacismo? Por favor, lea la historia de los supremacismos y ya después veremos si le queda vergüenza para venir a repetir sus palabras».
Rebecca respiró, intentando calmar la indignación que le bullía por dentro. Buen día para ser una indignadita.
«Lo que usted llama supremacismo es orgullo y eso les jode.
Nos quieren calladas, agradeciendo cada migaja de derecho que aparentan darnos. Como desafortunados mendigos a la puerta de la iglesia, haciendo sentir bien a la señora de turno».
Rebecca sabía que estaba empleando un tono igual de recio que el de Sarocha, entrando en la retórica del ellos contra nosotros. Era un error y, a la vez, era inevitable.
«Nos han encerrado, nos han hecho sentir vergüenza, han hecho que durante siglos ocultemos lo que somos. Cárcel, experimentos, destierro, muerte, diputada, muerte. Aún hoy hay lugares en los que puedes morir si metes en tu cama a quien tu vecino considera incorrecto».
Hoy, Rebecca no sonreía, ni siquiera con sarcasmo, hoy
escupía fuego.
—¿Sabes qué, Sarocha? Sí, soy supremacista, supremacista de mí misma. Sí creo que la Rebecca lesbiana es mi mejor versión. No mejor que nadie, solo mejor a todo lo que hubiera podido ser de no haber nacido lesbiana.
«Sarocha», la había llamado por su nombre y desde el tú en el estrado, vaya metida de pata. Rebecca supo que en ese punto no tenía más alternativa que tirar para adelante.
«Y por una vez, mi supremacismo, nuestro supremacismo, sí es mérito compartido. Nos ponen tantos obstáculos por el camino que, al final, nos hacemos campeonas al superarlos.
¡Viva el supremacismo queer, el supremacismo de ti misma!».
Cuando bajó del estrado, con el corazón desbocado y las carnes en temblor, no pudo evitar mirar a Sarocha. Y ahí estaba, sonriendo para ella la sonrisa de ojos que no llegaba a los labios y que quizás solo Rebecca podía identificar.
La adrenalina del momento no mermó. Sintió la sangre moverse al ritmo beligerante y excitado de su primer día en el Congreso.
Disimuló una sonrisa ladeada que le moldeó los labios y se apresuró a llegar a su puesto.
Sin proponérselo, sus ojos se posaron en Clara. La expresión de forzada complacencia no engañó a Rebecca. Le esperaba una reprimenda y, en esta ocasión, Clara tenía razón. Estaba en la filosofía fundacional de Nueva Izquierda evitar el discurso del ellos contra nosotros. Clara era la primera en pisotear esa idea día sí y día también, pero para Rebecca era un principio que, más que una aspiración, era un reflejo de la realidad.
En la vida real, la gente se levantaba e intentaba vivir, o sobrevivir, lo mejor que podía. Los bandos y sus enfrentamientos los creaban, oportunamente, los políticos.
¿Qué sería de un político sin un nosotros? La nada.
En los últimos años, también había surgido un nuevo grupo de beneficiarios de los enfrentamientos. Estos estaban en las redes y, por un clic y una visualización, eran capaces de decapitar a su madre en público.
¡Dios de los ateos!, ya hablaba como una mezcla de Sarocha e Nung, se lamentó Rebecca. También se preguntó si esa noche iría a la casa de las sierra, si sería invitada. Algo le decía que lo que acababa de suceder en el estrado no era casual.
Esa idea la volvió a tener en la tarde, cuando ya frente a Sarocha, ambas volvieron a mirarse con el cuidado propio de quien no sabe qué esperar.
¿Todo bien? -preguntó Sarocha con la actitud que otros empleaban para acusarte de un delito.
¿Por qué dijiste todo eso?
Porque es verdad. Y porque yo soy yo a pesar de nosotras.
No es verdad, ¿cómo puedes pensar que algo así es verdad?
Vamos a sentarnos, que no sé qué manía nos ha entrado de hablar en la puerta siempre -dijo Sarocha.
Caminaron hacia el salón y Bombom apenas le dio un movimiento de la cola. Si necesitaba alguna prueba de la frecuencia con que iba a la casa de la sierra, ahí estaba.
Sarocha ya estaba en el sofá cuando la escuchó hablar.
—Siempre me has visto criticar a grupos que buscan privilegios, Rebecca. Hoy solo toqué más cerca de casa. Y sabes que me refería a todos esos que siempre están pululando alrededor del gobierno, ¿no ves cómo viven a
costa de una causa?
Qué diferente esta Sarocha de la del estrado, pensó Rebecca.
Una intentaba explicar, la otra crear el mayor espectáculo posible. Se acercó y se sentó a su lado en el sofá.
—Sarocha, muchos de ellos llevan décadas de activismo, incluso cuando eso podría meterles en grandes problemas.
Activismo luchando por derechos, también tus derechos, no privilegios. ¿Y crees que quien te escucha se para a hacer la distinción? En el cerebro de todos solo queda la idea de que la comunidad es supremacista y busca privilegios.
Es de primero de política: mensajes cortos, simples y memorables. Si es controvertido, mejor. Es todo un espectáculo en realidad
dijo Sarocha con cansancio.
¿No te da un poco de asco?
Mucho, pero es lo que hay. Me limito a jugar mejor el juego que inventaron otros.
Un juego peligroso, puede causar mucho daño.
¿Me creerás si te digo que lo entiendo? Tú me conoces desde el comienzo, Rebecca, pero resulta que tener sentido común no da votos.
Sarocha habló con calma, casi para ella misma. Se estiró en el sofá y reposó la cabeza en las piernas de Rebecca.
—Resulta que mientras más subes el tono, mientras más controvertido sea tu discurso, más te adoran las encuestas.
La gente quiere espectáculo, no aburridos empleados públicos haciendo bien su trabajo. Nos merecemos lo que tenemos.
Había algo de verdad en el discurso de Sarocha y, como tantas veces sucedía con la verdad, eso no lo hacía correcto.
Que te jaleen durante una pelea no hace la pelea correcta,
Sar - dijo mientras acariciaba el pelo cuervo sobre sus piernas.
Y aquí estamos otra vez, doce años después -dijo con amargura Sarocha.
¿Qué quieres decir?
Durante varios minutos, Rebecca esperó una respuesta.
Nunca voy a ser lo suficientemente buena para ti, ¿verdad?
escuchó al fin.
Tú no eres buena para mí ni yo para ti, pero no porque no seas suficiente, lo sabes.
Yo no sé nada, Rebecca.
Solo sé que llevo media vida sintiéndome indigna de ti —dijo y sonrió una sonrisa triste
. ¿Sabes por qué decidí huir de lo que teníamos?
A su pesar, Rebecca sintió que todos los músculos de su cuerpo entraron en tensión. Era un tema que hasta ahora habían evitado, como tantos otros. Un campo minado, así era
la relación entre ellas.
—Porque ya no aguantaba más la comparación, el estar evaluando constantemente lo que decía o hacía por si tú lo veías mal.
Solo debatíamos, Sar. No te juzgaba.
Lo sé, pero eso no evitaba que me sintiera la peor persona.
Y después conocí a tus padres.
¿Qué tienen que ver mis padres?
Nada, solo tiene que ver conmigo y contigo. Cuando conocí de dónde venías, supe que nunca podría presentarte a mis padres, nunca me arriesgaría a verme como un caso de caridad ante tus ojos.
¿Me rompiste el corazón por ego?
Un poco sí —respondió Sarocha con los ojos empapados de unas lágrimas que le rodaban por las mejillas y llegaban a las piernas de Rebecca.
—Mi padre era un hijo de puta violento que tenía a mi madre aterrorizada. Y mi madre, pobre mujer, pensaba que era normal, que así eran los hombres. El día que mi padre murió, también de un infarto, ya ves tú, esperé el tiempo justo para llamar a la ambulancia. El tiempo justo para que nadie pudiera salvarlo.
La confesión paralizó a Rebecca. Había escuchado algo terrible y valiente. Había sido testigo del mayor acto de entrega de Sarocha y, al final de todo, no sabía cómo se sentía.
En ese momento, deseó ser su padre, tener su brújula moral y su capacidad para ver lo importante en medio del caos.
Pero ella solo era Rebecca que se parecía a Richard, Rebecca que a pesar de todo amaba a Sarocha.
Se inclinó sobre sus piernas, tomó el rostro de Sarocha entre las manos y le besó la frente. Se quedó así un rato, escuchándola llorar en silencio.
Más tarde, cuando Sarocha le preguntó si se quedaba a pasar la noche, Rebecca dijo que sí.

No puedo odiarte Donde viven las historias. Descúbrelo ahora