Capítulo 25

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Hacía mucho tiempo que Sarocha no estaba en la casa de su madre. Después de su muerte, había estado solo una vez, asegurándose de dejar todo en orden para mantenerla cerrada.
Todavía estaba tal como la dejó ella, cuando su corazón agotado le obligó a abandonarla. La casa, un objeto inanimado al que su madre había dedicado infinidad de cuidados.
Qué absurdo todo. Qué vida malgastada.
Sarocha aborrecía ese lugar; poca luz, mucha humedad y a reventar de malos recuerdos. Nada bueno le había ocurrido dentro de esas paredes. Ese día, el armario de los recuerdos negativos había alcanzado una nueva dimensión.
Si por ella fuera, le prendía fuego allí mismo y la vería arder.
La casa no tenía la culpa de la pérdida de Rebecca, pero se sentía como el medio perfecto para canalizar el dolor.
¿Cómo se le ocurrió ir a ese sitio para hablar con ella?
Quedaba cerca de la sede del partido. Para ahorrarse unos kilómetros de viaje, habló con el amor de su vida desde un lugar que solo atraía desgracias.
Enfurecida, pateó el sofá. Una y otra vez. Se sentía bien, se sentía algo diferente al abismo sin fin de volver a perder a Rebecca. Se percató de que había estado gritando y se apresuró a cubrir su boca con la mano. Los sonidos apagados de animal herido no podían seguir, tenía que volver a tomar el control. Mordió el dorso de la mano con fuerza, ejerciendo cada vez más presión.
En un segundo plano, escuchó la alerta de una aplicación de noticias en su móvil. Disminuyó la presión de la mordida, pero no rompió el contacto con el cacho de carne y huesos.
Se tendió en el sofá con olor a guardado y se hizo un ovillo.
Sabía que tenía que soltar la mano, pero no se sentía capaz.
En ese instante, era lo único que la mantenía a flote.
Volvió a escuchar una alerta en el móvil y, un minuto después, recibió una llamada. Había algo reconfortante en dejarlas pasar, en ocultarse en el lugar perfecto para llegar al fondo de su infelicidad. Sarocha sintió el deseo de quedarse ahí y no tener que enfrentar el peso de su indecisión nunca más.
No pudo, así de simple. Confrontada a elegir entre Rebecca y una vida dedicada a una misión, Sarocha no pudo elegir. Y Rebecca eligió por ella, la dejó sola con sus batallas y sus propósitos superiores. La dejó sola, amándola. Quería tanto odiar a Rebecca, pero su peor castigo era que solo podía amarla.
Era imposible no amar a Rebecca, ser amada por Rebecca y no desear sentir ese éxtasis toda la vida.
Pero quizás las cosas estaban siendo como debían ser. Quizás su primera premonición era cierta: ella no era digna de Rebecca. No era lo suficientemente buena, ni lo suficientemente valiente.
¿Cómo decía el comunista ese? Los amores cobardes no llegan a amores ni a historias, se quedan allí. Pues iba a ser que, por primera vez, un comunista tenía razón.
Maldito móvil, no dejaba de sonar.
Sarocha se incorporó y, con desgana, tomó el móvil que había dejado en el sillón de al lado. La pantalla estaba llena de notificaciones de prensa. Tenía varios mensajes de WhatsApp, la mayoría de Charlotte. Algo ocurría.
Hizo clic en una de las notificaciones. Los titulares abrieron la puerta a todos los infiernos:
"Tiroteo en la sede de Nueva Izquierda. Se reporta un herido" "Rebecca Armstrong, herida de gravedad en un atentado en la sede de Nueva Izquierda"
"Al grito de «supremacista», un hombre dispara contra
Rebecca Armstrong"
"Detenido el autor del atentado contra Rebecca Armstrong"
Sarocha se puso de pie y, de inmediato, la sensación de desvanecimiento y asfixia le hizo volver a sentarse. Miró el teléfono que temblaba al ritmo de sus manos. ¿Dónde habían llevado a Rebecca? Estaba segura de que en alguno de los periódicos aparecía la información.
Le desesperaba perder tiempo buscando el dato. Pensó en Charlotte, que seguro la estaba llamando tras conocer la noticia. Con dificultad, acudió al registro de llamadas perdidas e hizo clic sobre el nombre de Charlotte.
Al cuarto timbre, Sarocha gruñó frustrada. Colgó con un gesto brusco y abrió uno de los enlaces de noticias.
Todavía no había terminado de cargar todo el contenido cuando el teléfono comenzó a sonar. Era Charlotte.
¿Dónde la llevaron? -preguntó sin pausa.
Al Santa Catalina, pero Sarocha, la calle está llena de periodistas.
Colgó sin decir una palabra. Pensó que si algo regía el mundo, debía tener un extraño sentido del humor. En un solo día había tenido que tomar dos veces la misma decisión: una pasivamente, la otra, ahora, de manera muy activa.
Solo que ahora, en realidad, no había decisión que tomar.
Sabía lo que tenía que hacer, sabía dónde debía estar. Solo importaba Rebecca; el resto del mundo podía hundirse para siempre.
Por favor, por favor, que Rebecca estuviera bien.
Tomó el bolso y salió, sin preocuparse en pasar la llave. Bajó al garaje y, con dificultad, sacó el coche. Supo que lo había rayado, pero no pudo importarle menos.
El tráfico, las señales de la carretera, los peatones, la ciudad; todo alrededor se convirtió en señales mínimas que el cerebro de Sarocha procesó de forma automática.
Al llegar al hospital se sorprendió al ver guardias de seguridad pidiendo la documentación a todo el que intentaba acceder al parking. Varios coches esperaban en fila. A la izquierda, vio a tres periodistas y dos cámaras observando, casi con pereza, a su alrededor. En la calle, frente al acceso al hospital, era donde se concentraba la mayoría de ellos, seguramente esperando a que el primer político se decidiera a aprovechar la situación para ganar atención mediática. Su
estómago se revolvió.
Giró la cabeza ligeramente a la derecha, un intento de evitar ser reconocida por las aves de rapiña. Ya solo tenía delante dos coches.
El primer toque en la ventanilla no la sobresaltó, solo asentó la sensación de resignación. Empezaba la quema de la bruja, ella, y la recibiría de pie, con la cabeza en alto.
¡Sarocha! ¿Por qué está aquí?
Sarocha, ¿viene a saber de Rebecca Armstrong?
Mantuvo la vista al frente y se aisló de todo pensando en Rebecca, en su bello cuerpo herido, en su deslumbrante sonrisa apagada. No podía llorar, no podía, no les iba a dar ese regalo. Apretó los dientes y miró al frente, obstinada.
Sarocha, ¿es verdad que tiene una relación sentimental con Rebecca? Solo faltaba un coche. Solo uno.
¿Se siente culpable por lo que ha pasado?
Malditos periodistas con su maldita costumbre de preguntar
y preguntar.
-Por favor, aquí no pueden estar -escuchó decir a uno de los guardias.
Lo vio extender los brazos en ese gesto universal de protección típico de los seguratas y ella aprovechó para colocar el coche frente a la valla de acceso.
Otro guardia de seguridad le tocó la ventanilla y ella la bajó.
—Disculpe, pero tenemos que pedir el DNI a todos y preguntar por la razón de la visita al centro -dijo, incómodo.
Sarocha tomó el bolso, sacó el DNI y añadió:
—Vengo a ver a una amiga.
Pareció que el guardia iba a añadir algo más, pero se detuvo.
—Adelante —la dejó continuar.
La valla se alzó y Sarocha condujo buscando una plaza vacía.
«Culpable, culpable, culpable».
No podía derrumbarse ahora, se repetía como un mantra, una balsa en la que mantenerse a flote.
Aparcó y salió del coche, mirando alrededor, desorientada.
Solo había estado una vez en ese hospital y no lo conocía bien. Había coincidido con sus directivos en diferentes actos, pero no tenía forma de contactarlos.
Se guió por los carteles que indicaban la entrada al hospital y llegó al ascensor. Había otros dos visitantes esperando, pero si la reconocieron, al menos tuvieron el buen juicio de no evidenciarlo.
Subió y marcó la planta 0, donde según los carteles se encontraban las Urgencias. El ascensor se detuvo y la dejó frente al largo pasillo gris lleno de gente en movimiento.
Sarocha pensó que si se comportaba bien y seguía los cauces normales, quizás sabría de Rebecca dentro de 12 horas.
Comportarse bien siempre era una forma de cobardía, se dijo.
Sin fijarse en nada más, se encaminó hacia la sección de información. Había gente en fila esperando, gente que se
portaba bien.
—¿Dirección? -preguntó a la chica detrás de la ventanilla.
Casi de forma automática, la vio levantar la mano y señalar el pasillo opuesto.
Cambió de rumbo y solo entonces se fijó en los carteles que indicaban la dirección, ubicada a la derecha. Apuró el paso, a medias consciente de las miradas y murmullos a su alrededor. En la periferia, vio acercarse a un guardia de seguridad. Aparentó no haberlo visto e inyectó más vigor a
sus pasos.
Señora Chankimha —llamó el guardia, trotando para alcanzarla.
Ah, justo lo que estaba buscando —dijo con el tono seco y de mando que le abría tantas puertas—. Necesito ver al director.
No puede pasar, señora Chankimha, es un área restringida.
¿Restringida? -preguntó en voz baja, estirando los labios en una imitación de sonrisa—. ¿Tiene algo que esconder el director?
Mire, yo voy a buscar a la secretaria y ella le informará —se desentendió el guardia.
—Le acompaño.
Escuchó el suspiro de resignación, pero el guardia no dijo nada más y ella lo siguió. La secretaria, una mujer de mediana edad, parecía tener mejor sentido común que el abultado segurata.
—Lo siento, señora Chankimha, el director no está en su oficina. Está en Urgencias con un paciente.
El corazón de Sarocha dio un salto. Para que el director del hospital estuviera con un paciente, este debía ser de perfil alto.
—¿Con Rebecca Armstrong? Vengo a informarme sobre ella.
¿Quién puede informarme?
Por primera vez vio a la secretaria titubear.
Yo no estoy actualizada en el caso, solo sé que estaba en Urgencias. Y con el mayor respeto, señora Chankimha, solo se puede dar esta información a los familiares, a sus padres, que ya están aquí.
¿Nung y Richard están aquí? ¿Dónde?
¿Sucede algo? —preguntó un hombre de bata blanca, con barba y el ceño fruncido.
A Sarocha le resultaba familiar, pero en ese momento no sabía por qué.
—La señorita Chankimha quiere saber del estado de Rebecca
Armstrong - intervino la secretaria.
-La señorita Chankimha quiere saber dónde están Nung y Richard.
Son amigos —mintió.
El de bata blanca se quedó mirándola unos segundos. Por instinto, Sarocha sabía que estaba ante alguien que no sería
fácil de intimidar.
—Sígame —le dijo al fin.
Sarocha se puso a su altura, apurando el paso para igualar la velocidad crucero propia de médicos y políticos. Los primeros, huyendo de las preguntas de pacientes aquejados;
los segundos, huyendo de ciudadanos enfadados.
—Ya nos hemos visto antes. Hace mucho tiempo. Creo que casi doce años.
Sarocha intentó recordar dónde, pero no lograba ubicar el rostro que, sin embargo, le resultaba familiar.
-En casa de Richard, en la costa. Creo que habías ido con Rebecca.
¡De ahí! Durante el fin de semana que estuvo con Rebecca en casa de sus padres, apenas vio a nadie, ocupada como estaba en ocultarse. A ella siempre se le dio bien construir su propia infelicidad.
Pero era imposible huir de todos todo el tiempo en una casa con un goteo incesante de visitas. El hombre que tenía delante fue uno de los pocos con los que habló. Ella estaba haciendo unas canastas en el jardín cuando él se acercó. Le preguntó si podía hacer unos tiros y ahí estuvieron, lanzando el balón en silencio, cómodos entre sí.
Lo recuerdo, ¿sigue jugando?
No, ya no -sonrió con nostalgia—. Sospecho que tú tampoco.
No, tampoco —hizo una pausa y después preguntó lo que más temía saber—. ¿Cómo está ella?
—Todavía la están atendiendo, en cuanto sepamos algo, informaremos a Nung y Richard. Ellos están aquí —dijo, señalando una puerta que permanecía cerrada y custodiada por un policía.
Al acercarse, Sarocha reconoció el miedo: miedo a saber del estado de Rebecca, miedo a enfrentarse a dos padres que, con toda razón, seguramente la culpaban de la infelicidad de
su hija.
El policía dio un paso al frente, pero casi al mismo tiempo, la puerta se abrió. Primero, vio a Richard con una mano en la puerta y la otra en el marco. Después, conoció la furia de
Nung.
—¿Qué hace esa mujer aquí? -rugió.
Sarocha sintió la fuerza de Nung como una bofetada, un muro físico contra el que chocó. Nung, una mujer con una presencia tan poderosa que Sarocha siempre envidió.
Los años solo contribuyeron a hacerla más imponente.
Alta, tostada por el sol, la cabeza llena de rastas que ella sabía le llegaban a la cintura, pero que ahora tenía recogidas en una especie de coleta gruesa. Cubierta de colores y excesos, tan diferente a su hija y, a la vez, tan igual. Los ojos de Rebecca eran los ojos de Nung; su nariz, su boca también eran los de su madre. Sarocha quiso llorar.
-¡Nung! -escuchó la voz airada de Richard.
Como sucede con los hechos excepcionales, todo a su alrededor pareció detenerse.
-Adelante, Sarocha -dijo Richard, invitándola a entrar mientras abría aún más la puerta—. Pedro, gracias. ¿Se sabe
algo nuevo?
Nada, Rich, todavía están interviniendo. Volveré en cuanto sepa algo. Beck está con los mejores, Rich.
Vale, vale —respondió Richard con una fortaleza tan triste que a Sarocha se le resquebrajó un poco más el alma.
Pedro se fue y Richard cerró la puerta. Sarocha miró con precaución a Nung, quien caminaba de un extremo a otro de la pequeña sala blanca de suelos grises. En el centro, había una mesa y, alrededor, pegada a cada pared, una fila de
asientos naranjas.
Sarocha se sintió pequeña, incapaz de ayudar a unos padres que, sin duda, estaban viviendo el momento más horroroso de sus vidas. Pero el amor otorga derechos e infunde egoísmo, y Sarocha no se iría sin saber de Rebecca.
—Solo vine a saber de Rebecca —se giró hacia Richard—. Por favor, dime cómo está.
¿Cómo está? ¡Mi hija se está muriendo por tu culpa, maldita hiena! -escuchó a Nung casi en su oído, hablando en un tono bajo que destilaba furia.
Perdona a Nung, Sarocha -intervino Richard, agotado-.
Las circunstancias nos tienen sobrepasados.
—¿Perdonarme? Un loco casi mata a mi hija porque esta mujer le metió en la cabeza que forma parte de una secta supremacista, ¿y es a mí a quien hay que perdonar?
Sarocha estuvo a punto de derrumbarse, de llorar y pedir perdón, pero esa sería la vía fácil.
—No sé qué pasó. Vine para aquí en cuanto escuché la noticia, no leí ningún detalle -dijo a Richard.
—No se sabe mucho. Un chaval, ya había tenido problemas antes, estaba en uno de esos grupos que hay en Internet.
Creen que existe una secta LGTB que quiere dominar el país, que Beck es la líder —a Richard se le quebró la voz, pero continuó—, y que iba a dar un golpe de estado. La maldita conspiranoia que está infectando todo.
Cada palabra se sentía como un juicio, una acusación merecida. Pero era Richard, un hombre al que su hija se parecía tanto y por eso Sarocha supo que detrás de sus palabras no había más que dolor.
Vio a Nung acercarse a Richard y abrazarlo con la ferocidad del desesperado. Sintió que se estaba entrometiendo en una escena íntima, desvió la mirada y fue a tomar asiento.
Apoyó los codos en las rodillas y bajó la cabeza, por pudor y porque, por primera vez en su vida, quería rezar. No sabía a quién ni cómo, pero quería pedir lo único que de verdad deseaba, el mayor deseo de su vida.
Que Rebecca se salve, por favor.
Que Rebecca se salve, por favor, por favor.
Escuchó un ruido diferente en la puerta y levantó la cabeza a tiempo para ver entrar a una mujer con esa especie de pijama que se ponen los médicos cuando están en quirófano.
Detrás estaba Pedro, con un rostro indescifrable que solo aumentó la desesperación de Sarocha.
—Buenas tardes, soy María Pilar. Atendí a Rebecca en cuanto llegó al centro —comenzó con la voz segura que logran proyectar los médicos curtidos en mil batallas—. Ingresó a
Urgencias por una herida por arma de fuego que perforó el pulmón izquierdo. El proyectil penetró en el tejido pulmonar, lo que llevó a una acumulación de aire no deseado en la cavidad pleural. Rebecca tiene dificultad para respirar y dolor agudo en el pecho. Es una lesión importante, pero estamos tomando todas las medidas para estabilizarla y
tratar la lesión.
El lamento de Nung fue como un rugido. Vio a Richard aumentar la presión del brazo con el que tenía rodeado a su mujer y con un gesto de la cabeza, indicó a la doctora que continuara.
—Rebecca está en la unidad de cuidados intensivos, le estamos proporcionando oxígeno suplementario y monitoreando de cerca la función respiratoria. Se le colocó un tubo torácico para drenar el aire acumulado y ayudar a restablecer la presión adecuada en el pulmón afectado.
La doctora hizo una pausa y siguió con una inflexión más
suave en la voz.
—Comprendemos que este es un momento muy difícil para la familia, pero quiero que sepan que estamos brindando a Rebecca el mejor cuidado médico posible. Les mantendremos informados en todo momento.
¿Alguna duda?
«¿Vivirá?» quiso preguntar Sarocha, pero la respuesta indefinida que necesariamente recibiría la detuvo.
—¿Mi hija va a vivir? —se atrevió Nung.
Pedro dio un paso al frente y posó los dedos en el antebrazo de Nung. Con un gesto de la mano, ella lo detuvo.
—Háblame claro, Pedro -dijo y lo miró a los ojos, acechando la verdad—. ¿Vivirá o no vivirá?
Hasta el dolor era temible en Nung, pensó Sarocha.
-Qué más quisiera yo que darte una respuesta, Nung. Qué más quisiera yo que decirte que Beck va a estar bien, que dentro de un mes estaremos todos comiendo juntos en Gaia.
Pero no lo sabemos, ya sabes que la lesión es grave, la estamos estabilizando y necesitamos tiempo para evaluar
cómo reacciona.
Nung se secó las lágrimas, Richard la volvió a rodear con los brazos y agradeció a Pedro y a María Pilar sus palabras.
Cuando los médicos se fueron, el silencio volvió a dominarlo todo.
Sarocha sintió que ya no era el silencio hostil del comienzo, esta vez era el silencio de quienes se acompañan en el dolor.
Había algo democrático en el dolor; afectaba a todos, generaba derechos. Su dolor fue lo que aseguró un sitio en
esa habitación.
Revisó el móvil que no había visto desde que llegó al hospital. Ignoró la mayoría de las notificaciones, pero abrió los mensajes de Charlotte. Ya había fotos de ella entrando al hospital circulando por las redes, le informó.
Sarocha se asombró al comprobar que sentía una especie de alivio al saber eso. No era momento de ocuparse de su nueva etapa, aunque esta ya había comenzado. Ahora solo quería centrarse en Rebecca, lo único que importaba en realidad.
Abrió una última vez la aplicación de mensajería y buscó el contacto de Juan.
«Te informo que estaré como mínimo una semana de baja», le escribió. Después, apagó el móvil.

No puedo odiarte Donde viven las historias. Descúbrelo ahora