Capítulo 18

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Otra vez, Rebecca se encontró esperando a que Sarocha abriera el portón de acceso, un momento que se estaba volviendo peligrosamente común. Podía escuchar a Nung en su cabeza: "¿Qué haces, Rebecca?". Y sí, ¿Qué hacía? Era tan fácil engañarse y decir que solo estaba allí para Sarocha en un momento de necesidad, pero Rebecca sabía más que caer en esa cobardía personal.
Estaba otra vez frente al portón de acceso porque era incapaz de decir que no, incapaz de negarse a la tregua insana que ella y Sarocha se concedían detrás de esas paredes. Cuando el portón se abrió, accedió al camino de entrada y aparcó con la despreocupación que proporciona la familiaridad con un lugar.
Al salir del coche, vio a Sarocha como en otras ocasiones; esperándola en la puerta, y como tantas otras veces, en el presente y en el pasado, la belleza dura y afilada de su ex casi dolió.
Siempre había sido así Sarocha, los años solo habían intensificado el acero de sus rasgos. La suya era una belleza que obligaba a mantener distancias, a admirar desde la lejanía.
Por eso cuando Sarocha fue suya, Rebecca se sintió ganadora, la puta ama. No era una emoción de la que sentirse orgullosa, lo sabía, pero era imposible evitar la sensación de poseer el premio mayor.
—Bienvenida —la recibió Sarocha con una sonrisa de labios
cerrados y actitud felina.
En el vientre de Rebecca algo se removió y, como precaución, hizo un esfuerzo por recordar todas las razones por las que Sarocha era su pasado y estaba prohibida en su futuro.
La dejó tirada.
Facha mayor.
Ética más que flexible. Guapa de aullar.
No, no, tachar, esa no era una razón, se apresuró a corregir la mente de Rebecca.
—Hola, ¿cómo estás? ¿Cómo está Bombom? —preguntó haciendo un esfuerzo por sonar como una teleoperadora, amable y distante.
—Yo, mejor, y Bombom igual. Entra y lo ves.
Rebecca la siguió al interior de la casa, a su pesar imaginando todas las posibilidades que brindaba el vestido estilo safari de color beige que llevaba Sarocha. Un vestido que ella conocía muy bien.
—¡Pero si llevas un Nung! La colección de hace dos primaveras.
—Muy bien, me alegra saber que no solo hacías de jefa.
—Como si mi madre me lo iba a permitir.
—También llevas razón —dijo Sarocha moviendo la cabeza-.
Por cierto, ¿qué tal se tomó Nung que su preciosa hija se metiera en política?
—Uff, mejor no hablar del tema.
-¿Tan mal?
—Peor, pero por favor, prefiero no hablar de eso ahora.
Rebecca se agachó para saludar a Bombom, que con pasos torpes se acercó a recibirla. Otra escena que ya se estaba haciendo familiar y ante la que Rebecca no sabía muy bien si disfrutar o salir corriendo, alarmada.
-Lo siento, Rebecca. Tenías con tus padres una relación maravillosa.
—Sigo teniéndola, quizás por eso es más difícil.
—¿Miedo a decepcionar?
Ahí estaba otra vez, ese conocimiento profundo que tenía Sarocha de Rebecca, un conocimiento que resistía el borrado del tiempo.
—No es miedo, es conocimiento. Ya sé que les decepcioné.
—Tú puedes salir ahora por esa puerta y disparar a alguien.
Nung y Richard te seguirían adorando -Sarocha hizo una pausa y añadió, con un tono más ligero—. De hecho, creo que Nung contrataría mercenarios chechenos, asaltaría la cárcel y te sacaría del país. Irían a vivir los tres a un lugar exótico y absurdo, como Cuba.
-Claro, los rojos a la dictadura, ¿no? —respondió Rebecca con un giro exasperado de ojos.
—Por supuesto, para que se sientan como en casa —añadió Sarocha con un aire juguetón tan ajeno a su imagen pública.
—Voy a tomarme a broma lo que dices. Al fin y al cabo, a esos rojos les compras los vestidos.
—Es que son muy artísticos.
—Y gays, y vagos, y pobres. Uff, qué cansinos.
—Y los demás somos malos, explotadores y muy fachas - replicó rápida Sarocha, entrecerrando los ojos y frunciendo el ceño en un gesto que parodiaba la maldad, pero que solo lograba regalarle un atractivo injusto.
Rebecca supo que estaba en grandes problemas cuando sintió el pulso entre sus piernas. Sin esperar por Sarocha, fue hacia el sofá y se sentó.
—¿Qué querías decirme? —preguntó con brusquedad.
—¿Tienes prisa? Todavía no he puesto la pizza en el horno.
—¿Me invitas a cenar y me ofreces pizza? Eres increíble, iyo
traje comida de Tsukiji!
—¿Yo tengo la culpa de que seas tan pija?
—¿De qué es la pizza?
-Calma, recuerdo que eres de las que solo come lechuga.
Una mitad es pura y la otra está llena de pecados carnales.
-Gracias —respondió Rebecca con una alegría tonta por el pequeño gesto—. ¿Cómo estás? —preguntó más formal.
Sarocha estiró el brazo y presionó con levedad la mano de
Rebecca.
—Mejor. Volví al trabajo y eso me mantiene ocupada, lejos de ideas que no llevan a ninguna parte.
—A veces, esas ideas son necesarias.
—Conocí a tu padre muy poco, pero estoy casi segura de que es una frase que diría él.
—Sí. Mi madre, no; mi madre diría algo así como: "te creía
más valiente".
—¿Le molesta a Nung que seas más parecida a tu padre?
—¿Por qué cuando pregunto por ti terminamos hablando de mi familia?
—Porque la tuya es más entretenida, y más bonita.
—Sabes que puedes contarme casi todo.
—Sí, lo cual es terrible, ¿cierto?
Rebecca entendió que Sarocha tenía razón. Había cierta fatalidad en el hecho de que ella estuviera ahí para una mujer que exprimió su corazón y dedicaba su vida a proclamar lo opuesto a lo que Rebecca creía. ¿Cómo la veía Sarocha?
¿Como una especie de cachorro que siempre regresaba a
pesar de la última patada?
—Me refiero a que eres la única persona a la que puedo decir casi todo. Mi ex de hace doce años, qué patético.
Sarocha soltó una risa amarga y a Rebecca se le encogió un poco el corazón. Esa maldita manía de ser vulnerable ante su ex.
-¿Sarocha Chankimha Pedersen patética? Eso no es posible, no existe. Esa es la señora del saco que se lleva a los niños - bromeó mientras se puso de pie y estiró los brazos hacia
Sarocha.
—¿Vamos a hacer esa pizza?
—¿Te arriesgas con la señora del saco?
—Yo es que soy una inconsciente.
Sarocha le cogió las manos y le miró a los ojos buscando una conexión. Estuvo a punto de ceder, pero el recuerdo de que esa misma mujer había dicho hacía unos días que «la principal mercancía que se importaba de África era la delincuencia» fue suficiente para hacerle mantener la distancia.
Tiró suavemente de Sarocha y dio un paso atrás para evitar una cercanía innecesaria.
—¿ La cocina está aquí? -preguntó, señalando hacia la puerta por la que en otras ocasiones había visto a Sarocha
entrar y salir.
—Sí -se adelantó Sarocha.
La cocina, amplia, todavía estaba iluminada por los atrevidos rayos de la primavera. En la isla reposaba una bandeja metálica con una pizza lista para empezar a ser horneada. Al lado, una botella de vino tinto y dos copas.
—¿Vino? —preguntó Sarocha.
Rebecca titubeó, no quería añadir laxitud a una situación que en cualquier momento podía irse de las manos. Tenía que mantener el control.
—Solo un poco, tengo que conducir.
Vio a Sarocha servir las dos copas con una destreza que nada tenía que envidiar a un profesional. Podía apostar que estudió cómo se hacía, así como también estudió cómo poner una mesa, cómo entretener a los invitados o cómo componer el menú ideal. Su ex, siempre haciendo lo necesario para ser lo que quería, nunca conformándose con lo que le tocó.
Había que admirar la fuerza de Sarocha, había que lamentar en qué empleaba su magnífica voluntad.
—Si te pasas puedes quedarte, tengo una habitación de invitados lista - dijo su ex como al descuido.
Al descuido, como si Sarocha hubiese hecho algo al descuido en su vida.
—También está la mía, claro, tiene una mejor cama - escuchó, desconcertada -. Calma, es broma, Rebecca. Vaya cara que se te puso. ¿Fue tan terrible compartir cama?
Sarocha tomó un sorbo de vino y miró directamente a los ojos de Rebecca, esperando una respuesta sin titubear. ¿Qué podía decir? Compartir cama y orgasmos fue maravilloso, por eso lo que pasó después fue una mierda.
—Nos lo pasamos bien, Sar —dijo, sin más —. ¿No debemos poner esto en el horno? Creo que ya está caliente.
La impasibilidad regresó al rostro de Sarocha, pero Rebecca se negó a sentirse culpable.
La vio poner la pizza a hornear y regresar a la isla para servir más vino.
—Te pedí que vinieras para decirte lo que sé sobre las escuchas, lo que sé de tu caso.
—¿De la comisión de investigación?
—Sí, ¿Clara Hernández te dijo algo?
—No, es secreto.
-Entiendo.
—¿Y por qué me vas a decir algo? Te puedes meter en un lío.
-¿Recuerdas cuando viniste aquí por primera vez? Me dijiste que yo sabía que no dirías nada sobre nosotras. Y tenías razón, yo lo sabía. Como también sé que no dirás lo que escuches hoy.
—¿Y por qué intentaste chantajearme?
—Porque es muy difícil romper viejos hábitos, Rebecca. Y porque desde que te volví a ver no hago más que inventar excusas para verte. Lo sabes.
Había algo magnético en la incapacidad de Sarocha para decir con suavidad las frases más vulnerables. Cuando se sentía desnuda, Sarocha se cubría de dureza, se bañaba de crueldad.
Las frases que en otros se escucharían en susurros, casi como un ruego, en Sarocha eran un reproche que te tiraba de frente, empapadas de acero.
—Sabes que no puede ser —respondió.
En Rebecca, el susurro sí era susurro, el miedo sonaba a miedo.
-No pasa nada, lo asumí hace más de diez años -Sarocha pareció sacudirse la intensidad del momento y señaló las butacas que rodeaban la isla—. Siéntate, te cuento lo que sé.
—Sería hasta ridículo si no fuese tan alarmante cómo esta gentuza utiliza su poder — continuó ya sentada frente a
Rebecca—. Te espiaron porque creían que cambiarías la sede de Nung a otro país.
—¿Cambiar la sede de Nung? ¿De dónde salió esa locura?
—Yo no lo sé, pensé que tú sabrías. ¿No se ha hablado de algo así en ningún momento?
—No, por supuesto que no. Todo el mundo sabe que desde hace tres años nuestra mayor cifra de negocio está fuera, pero eso no significa que nos vayamos.
—Para estos malos aprendices de dictadores es suficiente, Rebecca. Si quedas fuera de su control absoluto ya eres un peligro.
-Calma, diputada. No estamos en el estrado.
—No sé cómo puedes estar impasible ante tanta podredumbre - afirmó Sarocha.
Otra cosa que admirar de Sarocha, su país le dolía de verdad.
—No estoy impasible, sé que hay muchas cosas que mejorar, pero de ahí a lanzar la idea de que todo es una conspiración para instalar una dictadura hay mucho camino -argumentó
Rebecca.
Se tomó un momento para ganar en serenidad, para escoger mejor las palabras y el tono. Quería construir puentes, no volar pasadizos.
—Creo que son ideas muy peligrosas, nos enfrentan y crean una paranoia colectiva que termina afectando a todo.
Rebecca tomó un sorbo de vino y se permitió disfrutar del momento. Como otras veces hacía ya muchos años, estaba compartiendo ideas con Sarocha, no preparándose para rebatirlas.
—Además -continuó—, es una postura muy cómoda echarle la culpa a ese enemigo intangible que está ahí, pero nadie puede demostrar. Es un poco como una religión.
En ese momento, la alarma del horno sonó.
—Ya era hora, tengo hambre -comentó Sarocha—. Y no te creas que te has librado de mi respuesta, pero ahora vamos a ocuparnos de cosas más mundanas, como llenarse la tripa.
—Apoyo la moción, señoría —respondió.
Rebecca observó a Sarocha hacer algo tan cotidiano como sacar una pizza del horno. Para el resto del mundo sería un acto extraño a ella. Era el tipo de mujer que nunca imaginas en un supermercado o en la cocina. Para Rebecca, la escena era conocida y traía consigo una nostalgia errada.
—A ver si te gusta —dijo Sarocha, colocando un plato de madera con la pizza sobre la isla.
En esta ocasión, se sentó al lado de Rebecca, con las piernas tan cerca que costaba creer que no fuese a propósito. Cortó la pizza con una rueda dentada, en triángulos pequeños y perfectos.
—A cenar —invitó y alzó la copa—. Por más noches de tregua.
—Por las treguas —fue lo único que fue capaz de conceder Rebecca.
—Chica difícil -comentó Sarocha.
—Soy muy facilita —respondió Rebecca.
—Para las demás, para mí eres un imposible.
La rabia súbita estremeció a Rebecca. ¿Cómo se atrevía, cómo se atrevía a decir eso después de todo?
—Tú decidiste que sería imposible hace ya mucho tiempo - dijo Rebecca, falseando tranquilidad.
—Lo sé. También sabes que no es solo por mi decisión.
—No sé a qué viene esto, Sarocha. No es política, no hay revisionismo que hacer.
—Si quieres, aparentamos que no pasa nada.
—¡Es que no pasa nada!
—¿Entonces por qué sigues viniendo? ¿Por qué no somos capaces de dejar de vernos?
—Porque siempre creas alguna excusa.
Rebecca entendió el error cuando vio a Sarocha mirarla impasible, solo levantando la ceja derecha. Su forma de hacerte pensar sin mandarte a hacer los deberes.
-Lo siento, de verdad, sabes que siento mucho que estés pasando por esta situación —se disculpó Rebecca tomándola de las manos—. Creo que es mejor que dejemos de vernos, evitar cualquier confusión y el riesgo de que la prensa se entere de que estamos relacionadas.
—Ni estoy confundida ni el riesgo de la prensa me asusta, Rebecca.
—Venga ya, Sarocha, eso no te lo crees ni tú.
-Ponme a prueba.
—¿Qué? —se escuchó Rebecca decir con un tono agudo que a sus propios oídos sonaba cobarde.
Intentó alejar sus manos de las de Sarocha, pero su ex estuvo más rápida. La presionó con fuerza, sin dejarla marchar. Con aire calmado y resuelto, como quien predice el más inevitable de los destinos, Sarocha volvió a hablar.
—Te quiero de nuevo en mi vida. Arrasaré con todo si eso significa la posibilidad de volver a. Yo, contigo, no puedo ser imposible.
Rebecca sintió el vértigo intoxicante de quien se tira en parapente, el miedo que paraliza de quien se quedó sin excusas. Tiró con fuerza de las manos, se liberó y se puso de pie.
—Los demás no somos trastos que usas y desechas a tu antojo.
—Nunca te deseché. Y no fue porque no lo intentase.
—Eso ya no importa.
Sí importa. Dime algo, ¿alguien se acercó a lo que yo signifiqué para ti?
¿De qué hablas?
—¿Alguien te hizo sentir lo que yo te hice sentir?
Desprevenida, vio a Sarocha agarrar con fiereza la cintura del pantalón.
Rebecca sintió la fuerza del tirón y apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de tener la mandíbula de Sarocha rozándole la cadera y sus ojos, febriles, mirándola a la cara.
—¿Sabes que todavía me corro pensando en ti?
Rebecca se avergonzó de la excitación que le hizo temblar las rodillas, de la intensidad de un deseo que amenazaba con hacer obsoletas todas las razones. Tenía que marcharse, tenía que hacerlo ya. Se quedó quieta y rígida.
-Suelta —pidió.
Por unos segundos no pasó nada. Sarocha y ella quedaron inmóviles, como dos ladrones descubiertos en plena faena.
Después, sintió que Sarocha dio un último tirón de la cintura del pantalón y, con un suspiro de frustración, la dejó ir.
Salió de la cocina sin decir nada más. Recogió sus cosas del salón y, sin despedirse de Bombom, se marchó. Salió huyendo, salió enfrentándose. Salió porque era lo único que podía hacer para evitar lo que quería hacer.

No puedo odiarte Donde viven las historias. Descúbrelo ahora