Capítulo 19

505 47 0
                                    

Una simple foto en ese instante podía acabar con su vida profesional, con toda su vida, pensó Sarocha con resignación
Una vez más, cuestionó si era ella misma o si la muerte repentina de su madre la había sumido en un estado mental alejado de su verdadera naturaleza.
Estaba en el lugar que debía, haciendo todo lo que podía para alcanzar lo que más quería. Era ella al 100%. Solo que ahora lo que más quería no era la visibilidad en un partido, no era darse a conocer a nivel nacional, no era entrar en el congreso. Ahora quería a Rebecca. Siempre quiso a Rebecca, antes solo se había engañado bien.
Por eso estaba ahí, dentro del coche, a pocos metros del edificio de Rebecca. Una locura, como también fue una locura entrar en política, una locura dejar a Rebecca, una locura formar parte de Frente por la Patria, una locura aspirar siempre a más.
Después de un día de mensajes sin responder y de llamadas sin recibir, Sarocha hizo lo que tenía que hacer, una locura más: buscar a Rebecca y evitar la posibilidad de que no la recibiera.
Después de doce años, volvía a estar frente a frente al edificio en el que pasó tantas noches, en el que fue tan feliz.
Cuando Rebecca decidió estudiar en la capital, Nung y Richard compraron el piso en el que pasaría los años de universidad. Era una zona céntrica, elegante y discreta, sembrada de edificios antiguos a los que de antiguo solo les quedaba el cascarón. Rebecca vivía en el último piso, un sitio en el que Sarocha siempre se sintió a salvo de todo.
Supo que su ex se volvió a instalar allí gracias a una foto que se difundió en las redes. Se veía a Rebecca saliendo del edificio en ropa deportiva, bella sin esforzarse.
Como la foto del día anterior, la imagen que todavía le provoca una ira sin justificación. Sarocha se dijo una y otra vez que ella no tenía derecho a nada, solo faltó creérselo de verdad.
Porque para Sarocha, que Rebecca saliera de su casa a encontrarse con esa chiquilla rusa era una provocación y casi una traición. La segunda vez que hacía lo mismo. La segunda vez que las fotos se difundían. Si es que no aprendía esa mujer.
¿Qué le veía a la chiquilla insulsa? Un polvo de desahogo y poco más. Porque la alternativa, que la rusa significara algo real para Rebecca, era un abismo que Sarocha se negaba a contemplar.
Ella, tan acostumbrada a enfrentar todo y a todos en su vida, ahora se negaba a mirar de frente las preguntas más sencillas. La más elemental de todas, ¿sentía Rebecca todavía
algo por ella?
Sarocha sabía que le atraía; el hambre en los ojos de su ex era muy difícil de disimular. Pero, ¿quedaba algo más que deseo? ¿Sentía Rebecca esa debilidad absurda cuando veía a Sarocha? Porque ella sí, se atrevió a reconocer Sarocha, ella se quedaba en nada cuando veía a Rebecca. Algo dentro de sí se abría, se expandía y se entregaba toda, dejándola leve y vacía.
Volvió al punto del que intentó huir en ese mismo lugar hacía doce años. El maldito hábito de amar a Rebecca. La esclavitud de un afecto que daba tanto y exigía más. Porque amar a Rebecca no era cosa de pusilánimes, no era tarea para indignos. Amar a Rebecca, recordó Sarocha, era la necesidad constante de ser mejor y la certeza absoluta de nunca lograrlo.
Y una vez decidió que era agotador, que ya bastaba de seguir intentándolo.
Doce años de adormecimiento después, volvió a recordar por qué siempre se quiere ser mejor para Rebecca.
Y en realidad era simple, un principio de reciprocidad: lo perfecto solo inspira perfección. Para Sarocha, Rebecca llevaba más de una década siendo la medida de todos los seres. El patrón oro de la condición humana.
Respiró profundamente el aire floral artificial del coche.
Recordó que, a pesar de todo, seguía siendo ella, que le sobraban agallas para ir a por lo que quería, y que una chiquilla sin sustancia no iba a ser piedra en su camino.
Tomó el móvil que tenía en el salpicadero y escribió un
último mensaje:
Sarocha_23:13
estoy en la entrada de tu edificio, ábreme.
No esperó respuesta, abrió el coche y salió.
Se apresuró a cruzar la calle, ignorando el paso de peatones de la esquina y la pareja que caminaba en la acera opuesta. Ya en la puerta de acceso, frente al telefonillo, miró una última vez el móvil.
Sin respuesta de Rebecca.
Negó la posibilidad de que no estuviera en casa, sobrepasó el temor de que estuviese acompañada y, con un gesto seguro, presionó el intercomunicador.
Los segundos de silencio que siguieron estuvieron llenos del ritmo atronador de los latidos de su corazón. Cuando iba a volver a tocar, escuchó que abrieron la puerta sin una palabra, pero eso no importaba porque ella tenía una misión.
Entró y fue directa a las escaleras. El edificio apenas tenía dos plantas, utilizar el ascensor solo la haría perder tiempo.
Al llegar frente a la puerta de madera oscura y pesada del piso de Rebecca, no fue necesario tocar, casi inmediatamente la puerta se abrió. Se esforzó en mantener una expresión tranquila, pero miró con aprensión a Rebecca. Tal vez la echaría en cinco minutos; sin embargo, valdría la pena. Esta Rebecca de camiseta y pantalón de pijama, pelo recogido al descuido y ausencia de sujetador valía muchos riesgos.
Por observar los pechos pequeños rozando la fina tela, Sarocha podía convertirse en Tántalo, ella disfrutaría de la tortura.
Entró, haciendo espacio para poder cerrar la puerta.
—¿Qué haces aquí? -preguntó con resignación Rebecca.
Venía preparada para una Rebecca furiosa, no para esta mujer resignada.
—Necesitamos hablar —respondió Sarocha.
—No tengo nada que hablar contigo. ¿Te das cuenta del riesgo que corres al venir aquí?
—No me des clases de riesgos, Rebecca. De eso sé yo más que tú — espetó Sarocha sin poder evitarlo—. ¿Estás sola?
—Sí, adelante —respondió Rebecca, derrotada.
Sarocha aprovechó y miró a su alrededor. Todo había cambiado desde la última vez que estuvo ahí, pero, al mismo tiempo, lo más importante seguía igual: la sensación de protección que siempre había sentido dentro del espacio de
Rebecca.
Ahora, un estilo rústico dominaba el ambiente con colores naturales y neutros.
Está todo muy cambiado -comentó Sarocha. sitio.
Suele pasar después de una década -respondió Rebecca.
—Es bonito, pero no lo asocio contigo.
—Es solo un encargo a un interiorista. Antes, apenas
usábamos este
—Siempre me gustó mucho el piso, el edificio, la calle.
—Pues estás de suerte, soy la casera del edificio. Si quieres alquilar, ya sabes.
—¿Compraron todo el edificio? ¡Ja! Claro que compraron
todo el edificio.
¿Agua, té, infusión? Nada de alcohol, tienes que conducir - dijo Rebecca, caminando hacia la cocina.
Sarocha la siguió, encantada de poder volver a conectar con el lugar.
—Agua, querida sargento.
Vio a Rebecca sacar una garrafa de cristal y servir dos vasos de agua. Sabía que tenía que hablar, pero no encontraba una estrategia ganadora por mucho que se esforzara buscándola.
—¿No se queda tu novia hoy contigo? -preguntó. Ser patética, en eso consistió la estrategia, pensó Sarocha.
—¿Viniste hasta aquí por celos? —preguntó Rebecca, divertida, mientras regresaba al salón.
Abrió la boca para contestar de forma automática, pero se detuvo.
Decidió responder con algo original, poco frecuente: la verdad.
—Pues sí, estaba celosa, estoy celosa. Ya está, lo dije.
—Sveta no es mi novia, no es que eso importe.
—A mí me importa mucho.
Sarocha se sentó al lado de Rebecca en uno de los sofás del salón, el pequeño, el de dos plazas.
-¿Y qué hago yo con eso, Sarocha?
—¿Quedaría muy de novela si yo dijera: lo que quieras, haz conmigo lo que quieras?
—Sí, e hipócrita. Tú nunca has hecho menos de lo que querías.
La frase era merecida, aunque estuviese muy lejos de la verdad. Sarocha miró a Rebecca, paseó por su rostro exagerado y tierno, se dejó llevar por el afecto absoluto que le despertaba y sonrió, sin miedo a que la sonrisa revelase lo mucho que esa mujer significaba para ella.
—¿Sabes por qué me llevé a Bombom?
Rebecca no respondió, se quedó mirando a Sarocha con un gesto duro ajeno a ella.
—Porque era como llevar conmigo un pedazo de ti.
No tenía dinero ni para alimentarme yo, mucho menos para la comida y el veterinario de Bombom, pero no podía quedarme sin ti completamente.
Rebecca siguió sin hablar, pero su gesto se había suavizado.
—Cuando llegaba a aquel minúsculo piso que terminé odiando, lo único que me daba un poco de alegría era Bombom. En ocasiones me asustaba porque hablaba con él como si fueras tú. Fue una época... —hizo una pausa intentando encontrar la descripción perfecta, ¿horrible, triste, detestable? - complicada.
—No sé qué quieres que haga con esa historia. Todo eso lo decidiste tú. A mí no me quedó más que aceptar tus decisiones.
—Lo sé. Y tienes derecho a no escucharme, pero yo quiero que sepas cuánto me costaron las decisiones que tomé. No fue un cheque en blanco, Rebecca. Todavía pago intereses.
Quería expresarse de forma más suave, pero cuando algo dolía de verdad, Sarocha sabía que sonaba a metal. En otra época, Rebecca la conocía y no temía enfrentarse al metal si eso significaba llegar a Sarocha.
—¿Y en qué me ayuda a mí saber que te dolió? ¿Borrará mi dolor?
¿Borrará los años sintiendo que no era suficiente? ¿Creyendo que solo valía lo que ponía mi cuenta corriente?
Sarocha deseó tener el poder de borrar de un plumazo todos los dolores pasados y por venir de Rebecca. Armarse hasta los dientes y construir un fortín donde Rebecca pudiera sentir cuán perfecta era a los ojos de Sarocha.
—Escúchame otra vez, Rebecca —habló con la voz ronca, atreviéndose a ahuecar la mano sobre la mejilla de huesos finos—. Si mañana te fueras a la ruina, seguirías siendo mi mejor humano. Nadie nunca me ha parecido tan guapa, nadie nunca me ha parecido tan íntegra. Y no sé si cuenta entre virtudes, pero nadie nunca me ha regalado mejores orgasmos.
Sintió la mano de Rebecca cubrir la suya y se paralizó, con miedo a que un mínimo movimiento pudiera acabar con una conexión que añoraba tanto.
Todavía sin moverse, vio a Rebecca acercarse. El primer roce de los otros labios sobre los suyos fue como regresar de un largo aislamiento. Todo era vívido, toda sensación estaba multiplicada.
Su cuerpo, entregado a sentir, seguía paralizado por el temor a romper el momento. Rebecca aumentó la intensidad del roce y Sarocha se atrevió a abrir los labios, invitándola a entrar.
Como un espejo de sus miedos, sintió la boca de Rebecca alejarse. Apenas tuvo tiempo de registrar la decepción cuando volvió a experimentar la cadencia de los besos sobre
su rostro.
Lo que empezó como un roce tierno, un ritual de reconexión, pronto se transformó en un disfrute atormentado y profundo de la piel. Cuando sintió los dientes de Rebecca hincarse sobre su cuello, la parálisis de Sarocha se esfumó. Rodeó con sus brazos el cuerpo de su ex y buscó la boca con la torpeza del desesperado. Ya no hubo paz, se esfumó la ternura. El hambre, acumulada durante más de una década, convirtió el momento en un festín.
Besó, mordió, chupó, se impregnó del contacto con una piel que quería devorar. Y cuando tuvo los dedos largos de Rebecca dentro de sí, Sarocha se dejó llevar por el hambre, absorbiendo cada una de las sensaciones como si fuese la primera vez, como si fuese la última vez.
Al final, satisfecha y mareada, sintiendo el peso del cuerpo de Rebecca sobre sí, Sarocha sonrió su sonrisa de verdad, la que solo parecía salir cuando esa mujer estaba cerca. Notó el intento de Rebecca por levantarse, pero la retuvo.
—No, quédate así un rato más —le susurró con la voz ronca del posorgasmo.
—Te voy a hacer daño.
—No, así está perfecto. ¿A menos que quieras ir al cuarto?
—Se está haciendo muy tarde ya.
Algo había cambiado en el último momento y Sarocha, nadando en oxitocina, lo había pasado por alto. Tomó entre sus manos la cabeza que reposaba en su hombro y la alzó, obligándola a mirarla.
—¿Sucede algo?
—Nada, nada.
A Rebecca le costaba sostener la mirada y Sarocha deseó en ese momento no conocerla tanto. En un instante la burbuja mágica explotó y se sintió desnuda; estaba desnuda, vulnerable; siempre era vulnerable ante Rebecca, y barata, una sensación nueva que hubiese preferido no conocer.
Rebecca la estaba echando, de forma torpe y cobarde, apenas 20 minutos después de tener el mejor momento de su vida en los últimos 12 años.
Lo que para Sarocha fue casi ritual, para Rebecca era motivo de incomodidad, de embarazo. Fue consciente de que todas sus defensas se levantaron como llamadas a batalla.
Endureció el gesto y con cuidado, pero decidida, se liberó del cuerpo de Rebecca.
-Entiendo -dijo mientras recogía la ropa que había quedado tirada sobre el suelo y el sofá.
Escuchó a Rebecca suspirar a su espalda. La desnudez que hacía minutos le pareció maravillosa, ahora solo la hacía sentir expuesta. Pensó en Charlotte y en el karma, pero a ella no le importaba Charlotte y no creía en el karma.
—Lo siento, solo necesito tiempo para procesar esto - escuchó la voz apagada de Rebecca. Terminó de cerrar la blusa y recogió el móvil que había quedado tirado en la mesa del centro. Se giró para mirar de frente a Rebecca. Tenía la cabeza recostada sobre el respaldo del sofá. El pelo, desordenado y suave, la camiseta blanca del pijama puesta con total descuido, la braga marcada de humedad.
El ramalazo del deseo recordó a Sarocha cuánto de sí pertenecía a su ex. Si Rebecca quería, en ese instante y a pesar de la furia, Sarocha se entregaría toda. Y lo haría al día siguiente. Y lo haría toda la vida. Porque ella tenía de nuevo a
Rebecca y todo palidecía en comparación.
—Yo no necesito tiempo para procesar nada. Yo te quiero a ti, Rebecca -dijo, cortante, sin dejar una grieta a la duda-.
Cuando te aclares, me buscas.
Salió sin apenas pensar en periodistas o cámaras indiscretas.
Salió entregada a la fiesta de su cuerpo que tintineaba, eufórico de Rebecca otra vez.

No puedo odiarte Donde viven las historias. Descúbrelo ahora