Capítulo 8

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Rebecca quitó la vibración del móvil mientras avanzaba hacia su puesto en el Congreso, resignada a que nunca más dejaría de sonar. Una foto suya haciendo ejercicio en la mañana, haciendo ejercicio y el tonto, había causado un furor que no había calculado.
Tampoco había calculado con exactitud el efecto del guiño que, para algunos, era un símbolo de su falta de respeto por las instituciones y, para muchos más, la muestra de que había entrado gente normal al Congreso, capaz de gestos espontáneos, algo casi en extinción entre los políticos.
Había otra tendencia que la divertía, pero también la hacía sentir incómoda: de un día para otro, miles de mujeres la consideraban atractiva. No quería ni pensar en la edad de todas esas chicas que ahora se dedicaban a compartir cuanta imagen de ella se encontraba en Internet.
Clara estaba encantada, pero a Rebecca le preocupaba que se desviara demasiado la atención de los temas importantes.
Hoy era el día en el que se estrenaba en el estrado del Congreso y no podía estar más nerviosa. Tenía sobre sí varias fuentes de atención extra y estaba segura de que sus palabras se analizarían hasta el absurdo.
En el orden del día no había nada relacionado directamente con su partido ni con ella, pero ¿quién podía pronosticar en qué terminaría derivando el discurso de cualquier diputado necesitado de un poco de atención? O en qué terminaría el discurso de una diputada buscando hacer daño. Alguna conocía, aunque todavía no había llegado. El grupo Frente por la Patria se encontraba charlando, relajados a su manera, con la postura rígida y la sonrisa de diseño que siempre le ponía los pelos de punta.
Rebecca no entendía cómo se podía dedicar la vida a esparcir odio. Su padre le enseñó a amar con obstinación la vida, como concepto y como hecho. Le hizo ver su fragilidad, su preciosa limitación temporal, como el mejor de los regalos.
Tienes algo maravilloso que se puede ir hoy, ahora,
¿Cómo lo empleas en odiar?
Disimuló la mirada de desaprobación que sabía se le estaba escapando. Apuró el paso y en esta ocasión las cámaras de los periodistas la siguieron. Intentó ignorar su presencia a pocos centímetros de su rostro, aunque se sorprendió al notar que tenía que hacer un esfuerzo consciente para no posar. Al llegar al banquillo, se sentó al lado de Clara.
Ella, siempre tan de matrícula de honor, parecía tener dominado el arte de hacer como que los periodistas no existían. La realidad era muy diferente, por supuesto. Clara, al igual que Sarocha, no dejaba nada al azar. Su expresión concentrada y trascendente, como las que aparecen en las monedas y las estatuas, era fruto de una cuidada actuación.
Y al igual que en Sarocha, había algo metálico en Clara.
Nadie jamás llamaría a Clara buena o simpática. Nadie lo haría con Sarocha. Eran mujeres a las que sus aliados calificaban de inteligentes, competentes o poderosas, pero todo ser sensato sabía, por instinto, que no debía confiar.
Ambas mujeres, desde lados opuestos del espectro político, atraían a una masa de individuos con moralidad amorfa, cargados de resentimiento y espíritu revanchista. Rebecca nunca había confesado el rechazo que le despertaba esa facción de su partido, pero, llegado el momento, no iba a callarse.
—¿Lista? -preguntó Clara, regalando la más amigable de las sonrisas.
—Listísima —respondió Rebecca con cariño. Al fin y al cabo, la conocía de toda la vida.
Miró alrededor y notó cómo todos los presentes, poco más de la mitad de los diputados, se iban acomodando en los asientos. Se negó a comprobar la bancada de Frente por la Patria; no iba a dejar que la desalmada de Sarocha dominara sus días en el congreso.
«Muy buenos días, señorías. Se abre la sesión. Ocupen sus escaños, por favor», escuchó al presidente del Congreso decir.
A partir de ahí comenzó un goteo incesante de discursos vacíos a los que era difícil seguir el hilo. Rebecca intentó repasar el discurso que ella misma traía preparado, pero al final solo logró aumentar su ansiedad.
A punto de darse por vencida y hacer lo que todos, mirar el móvil sin el más mínimo rubor, escuchó al presidente dar la palabra al grupo
Frente por la Patria.
Ahora sí miró a Sarocha. Se acercó al estrado con el paso seguro y felino de quien se sabe centro de todas las atenciones. A pesar de lo vivido, Rebecca no pudo evitar el repaso al cuerpo cubierto por el vestido negro, las piernas trabajadas, el pelo corto sin una sola hebra fuera de lugar.
Disimuló frunciendo el ceño, en ese gesto de molestia permanente que parecía ser la seña de identidad de los políticos de su generación. Escuchó a Sarocha comenzar sin titubeos, impregnada de una solemnidad que le era natural.
«Señorías, hoy estamos aquí para debatir cómo gastamos el dinero que requisamos a los ciudadanos. No nos engañemos, no nos dan su dinero, les obligamos a entregarlo. Tampoco nos engañemos con que somos Robin Hood. No quitamos a los ricos para dar a los pobres. Quitamos a todos por igual».
Rebecca vio a Sarocha hacer una pausa y regalar una sonrisa
torcida que le puso en alerta.
«Solo que a algunos les queda más que a otros, tenemos claros ejemplos en esta sala, y después pretenden dar lecciones sobre cómo ser buenos. No es responsabilidad de un buen ciudadano seguir engordando la obesidad de este estado. Es glotonería del estado seguir exigiendo más».
Los aplausos de la bancada de derecha obligaron al presidente a llamar al orden, pero Sarocha parecía no ser consciente de nada, poseída en una especie de trance.
«Si el señor Presidente quiere pagar más a los funcionarios, a los miembros de esta sala y a él mismo, que empiece por dejar de dar vueltas en el avión, recorte el séquito de ministros sin funciones y deje, él y sus secuaces, de crear cargos innecesarios para amigos y acreedores políticos».
La voz de Sarocha se alzaba y bajaba en los momentos justos, su rostro era como un imán. Ya nadie miraba el móvil ni hablaba con el de al lado. Todos, quizás a su pesar, seguían atentos a un discurso teatral, repetitivo y populista en el contenido, pero ella era imposible de ignorar.
«No deja de ser repugnante que determinados grupos parlamentarios apoyen estas medidas. Grupos que se sientan sobre el mullido colchón de su fortuna personal y traen consigo intereses que, ya estamos viendo, pueden ser opuestos a los intereses de la patria. Cuidado con los caballos de Troya modernos, señorías, puede que ya estén entre nosotros dándonos lecciones de cómo ser buenos».
Rebecca ya no escuchó más. Acababan de desbaratar el discurso que traía preparado. Sarocha cambió el tablero de juego y ahora tocaba crear una nueva estrategia.
¿Por qué era tan insufrible esa mujer? Ni es su primer día
podía dejarla en paz.
Escuchó al presidente dar la palabra a su grupo. Se levantó con toda la ligereza que pudo reunir y avanzó hacia el estrado con el corazón desbocado y una sonrisa que esperaba resultara natural de tanto que le estaba costando. Enfrentó el micrófono con la determinación de quien no tiene más elección.
«Señorías, aquí está uno de los peligrosos caballos de Troya.
Lleno de amenazas indefinidas, pero muy urgentes. Traigo agendas ocultas, lobbys poderosos, intereses velados. No sabemos qué ni cómo, pero alerta, ciudadano de bien, que no bueno».
Rebecca amplió la sonrisa, esta vez sí con ganas, la salpimentó con un toque de ironía y puso las manos en los bolsillos de su pantalón. Osciló con chulería sobre los talones, recorrió la sala con la mirada y finalmente miró directamente a los ojos de Sarocha.
«Soy una bruja moderna. Cuidado, ciudadano de bien».

No puedo odiarte Donde viven las historias. Descúbrelo ahora