Capítulo 24

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No sabía Rebecca si, en el tiempo de quien ama, las horas tenían otro significado. Para ella, dos días se estaban volviendo eternos y media hora era una particular forma de infierno. Dos días de dudas, dos días de sentir el peso de quien espera el peor desenlace.
Desde que Sarocha le pidió no verse por una excusa traída de los pelos, Rebecca se encontraba como el condenado a muerte: viviendo en la constante expectativa del último día.
Solo este hecho hablaba del tipo de relación que mantenían.
¿Hasta cuándo continuarían concediéndose el privilegio de amar? ¿Cuándo derrumbaría la realidad la fantasía?
Al menos sus padres habían ido a visitarla y eso puso unas pinceladas de azul en unos días grises. Estaban de paso, le dijo Nung como para justificar su debilidad. Su padre, siempre abierto a la emoción, confesó que la extrañaba como a una parte de sí. Y ella a ellos, volvió a pensar Rebecca.
Miró el móvil: faltaban siete minutos para la hora acordada con Sarocha. Impaciente, se levantó de su puesto en esa especie de oficina colectiva que habían montado en el partido. Que la llamasen pija, pero era un asco pasar horas a
la vista de todos.
Se dirigió a la sala de conferencias que había reservado para tener un poco más de privacidad. Se aseguró de cerrar bien la puerta y volvió a mirar el teléfono. Faltaban dos minutos.
Decidió que ya había esperado suficiente. Sin sentarse, llamó a Sarocha. El segundo timbre quedó cortado cuando ella respondió.
Hola -escuchó a Sarocha decir con una ternura nueva.
Hola, ¿cómo estás? —preguntó Rebecca, aferrándose al móvil como si de ese modo pudiera tenerla un poco más cerca.
Bien, bien. ¿Qué tal Nung y Richard? ¿Cómo fue la visita?
Muy bien, se van hoy por la tarde. Comeremos juntos antes de que se vayan. ¿Estás segura de que estás bien?
La pausa que siguió fue suficiente para llenar a Rebecca de resignación, otra prueba de que ella, con Sarocha, siempre
estaba esperando el final.
-Hoy supe algo que no te va a gustar.
A ti no te han enseñado a dar malas noticias. No se quita la tirita poco a poco, se desprende de un tirón.
Mañana, el Express va a publicar unas fotos mías entrando y saliendo de tu edificio. Quien puso sobre la pista a esas aves carroñeras fue alguien de Nueva Izquierda.
¿Cómo puedes saber eso? ¿Quién te lo dijo?
No podía ser, había algo extraño en esa historia, comenzó a sospechar.
—Las fotos yo las vi, me las enseñó Juan. Lo disfrutó el muy hijo de puta. De dónde venía todo, me lo dijo Charlotte.
Aparentemente, le caes muy bien.
Rebecca ignoró el retintín de la última frase y también los celos inoportunos que la sola mención de Charlotte le provocaba. Ese día, y siempre, había cosas más importantes que las emociones estériles de los celos.
¿Podía creer en las palabras de Sarocha, sin más? Eran sus compañeros.
Era Clara, la única que las había visto juntas en el pasado.
—¿Puede ser que nos la están liando? -preguntó.
Era paradójico, pero en ningún momento se preguntó si Sarocha era quien estaba moviendo los hilos. Esa mujer era muy capaz de romperle el corazón, pero no con una puñalada trapera.
-Las fotos existen, yo las vi. Mañana sabremos si las publican, tengo pocas dudas. Y el vínculo con Nueva Izquierda -Sarocha hizo una pausa—, no creo que Charlotte
me mintiera, Rebecca.
Pero alguien sí pudo darle información falsa a ella.
Sí, la posibilidad siempre existe, igual que existe la posibilidad de que sea real. Dime algo —la voz de Sarocha se volvió cuidadosa—, ¿Clara era la única que sabía de nuestro pasado? ¿No se lo has comentado a nadie más?
¿Me crees capaz de haber ido contando lo nuestro?
No, pero tenía que preguntar.
No, no tenías que hacerlo, pero déjalo, da igual. Clara no es asunto tuyo. Esas fotos no prueban nada, así que no te preocupes.
Clara era muy capaz de hacerlo, las fotos podían ser solo el primer hilo que llevaría a desenredar la madeja y toda la escena olía a final. Pero cuando las cosas duelen demasiado, cuando asustan de más, el primer impulso es negarlas.
Las dos sabemos que no es así.
Y yo tengo que pedirte algo que no te va a gustar, Rebecca. A mí tampoco me gusta pedirlo.
Recuerda cómo se dan las malas noticias, Sarocha. La clase la impartí hace muy poco.
Por primera vez desde que comenzó la conversación, Rebecca se sentó. Estaba cansada, como si por fin las emociones de más de una década alrededor de una mujer le pasaran factura. Inclinó la espalda y apoyó los codos en las piernas, creando una falsa sensación de intimidad.
—Diré que fui a ese edificio a visitar a unos amigos. Quiero que, al menos, no lo niegues.
¿Y después qué, Sarocha? ¿Qué otra mentira tendremos que inventar? ¿Cuántas otras veces estarás en un supuesto viaje que nos impida vernos? ¿Cada vez que alguien desde un cuarto húmedo escribe un mensaje en redes que nos vincula?
Yo buscaré una solución, te lo prometo.
No hay solución porque lo único que tú verás como solución no lo es para mí. Yo no voy a esconderme, no voy a negarte, no voy a mentir. No voy a vivir mi vida así, no voy a contribuir a que vivas tu vida así.
No lo hagas, Rebecca, por favor, por favor. Déjame solucionar esto.
La desesperación en la voz de Sarocha hizo dudar a Rebecca, pero pensó en el futuro y pensó en el pasado. Decidió que amar a alguien no significa inmolarse. A veces, amar a alguien significa renunciar a ella porque, de no renunciar, el amor se vuelve vinagre. Y los halagos pasan a ser reproches, el dar pasa a ser renuncia, la felicidad empieza a parecerse
mucho a la amargura.
Sarocha no iba a renunciar nunca a su carrera, nunca la pondría en riesgo. Entre su carrera y Rebecca, Rebecca siempre iba a perder. Y eso era una mierda y Rebecca no lo merecía.
No, no puedo hacerlo, Sarocha. No voy a pasar por lo mismo otra vez.
Yo te amo, Rebecca. Yo arrasaría todo por ti.
Dejó que las lágrimas corrieran libres, se permitió sentir una vez más el amor de Sarocha; un amor como un volcán, intenso, poderoso, destructivo.
—Lo sé, también sé que hay una única cosa que no destruirás por mí. Y está bien, siempre lo he sabido, solo que ahora no
puedo más.
Esta vez no hubo más palabras y el silencio se extendió hasta que se hizo respuesta. Rebecca colgó, devastada. La segunda vez que terminaba con el corazón roto por la misma mujer, solo que en esta ocasión lo decidió ella. El hecho no le hizo sentir mejor.
Se quedó unos minutos más en la sala, secando las lágrimas y componiéndose para salir al exterior. Mañana vería si las fotos se publicaban, mañana vería qué haría con Clara. Hoy necesitaba ver a sus padres, dejarse abrazar por la dulzura de Richard y la fiereza de Nung. Salió y se dirigió a su escritorio.
Beck, ¿podemos hablar? -escuchó la voz de Clara a su espalda.
Ahora es imposible, Clara, mis padres me esperan - respondió sin mirarla.
Tomó el bolso y la chaqueta gris que había dejado en su puesto. Lanzó una última mirada a Clara, de pie en medio del pasillo. Su amiga, que a veces se parecía demasiado a una enemiga.
Sin esperar un comentario, se dirigió al ascensor. Bajó hasta el estacionamiento y buscó el coche. Como siempre, el olor de partículas concentradas le revolvió el estómago. Si había un lugar que a Rebecca le parecía horrible, era un aparcamiento.
Ya dentro del coche, se dirigió a la salida. Con un movimiento de cabeza, se despidió del chico de seguridad apostado en la garita. Subió la empinada pendiente que llevaba a la carretera y se detuvo casi en vertical, impedida de avanzar por un coche que tenía enfrente. Cada vez que ocurría una situación así, Rebecca se sentía insegura. Miró por el espejo hacia atrás, por suerte no venía nadie. El coche del frente se movió y ella le siguió, sintiendo el esfuerzo del vehículo para sortear el final de la pendiente.
Se detuvo en el paso de peatones que había antes de ingresar a la carretera. Miró a ambos lados de la calle y esperó a que una pareja con un bebé pasara. A punto de ponerse en marcha otra vez, vio a un chico con gorra, chaqueta y pantalones cortos correr para cruzar. El chico se detuvo delante del coche y comenzó a gritar.
Cuando Rebecca vio el movimiento del brazo, por instinto se cubrió el rostro y se lanzó al asiento de al lado. Primero, el estruendo del disparo pareció perforarle los tímpanos, después sintió la perforación real. El dolor fue un incendio que la dejó sin aliento, paralizada. Tembló buscando aire, aferrándose a seguir presente, a comprender qué había pasado, pero la realidad fue haciéndose cada vez más pequeña, hasta que solo hubo espacio para pensar en sus padres, esperándola en vano. Después, la nada.

No puedo odiarte Donde viven las historias. Descúbrelo ahora