Capítulo 7

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Los opinólogos del todo, esa nueva y desgraciada profesión que se expandía con la misma fuerza con que disminuía el presupuesto de las televisiones, hoy tenían un nuevo tema entre manos: las sospechosas relaciones de una joven diputada con la mafia rusa.
En el interior de Sarocha había una fiesta: tocaba una banda, la montaña rusa no paraba de dar vueltas y los carritos locos se desplazaban a velocidad de vértigo. Le había tocado la lotería en forma de escándalo por la ligera de bragas de su
eX.
Por mucho que Sarocha se recordara así misma que era una situación para estar a la expectativa, que cualquier hecho podía cambiar la percepción sobre lo que sucedía, no había manera de controlar el júbilo que experimentaba.
Rebecca merecía pasar por el mal trago mediático. Ella, capaz de salir de su casa directo a encontrarse con una chiquilla florero. Ella, tan engreída, era posible que nunca hubiera sido el objeto de críticas tan descarnadas. Para Sarocha, las críticas descarnadas formaban parte de su día a día desde que tiene memoria.
Sentada en el sofá del salón de la casa de su madre, miró hacía el sillón en el que estaba la mujer que nunca la criticó, que nunca criticó a nadie, la mujer que nunca nada.
Desplazó la mirada hacia la foto de su padre colgada en la pared, presidiendo todo, ahogando todo con su presencia
aun después de muerto.
«Muerto, está muerto», recordó Sarocha, y la repulsión que le provocaba la imagen se alivió.
Pero no había tiempo de darse a la emoción porque el opinólogo de turno creía que «aunque sin duda todos tenemos derecho a una vida privada que merece respeto, cuando se es un representante público hay relaciones que importan y mucho». Lo dijo con el aire de quien acaba de anunciar la más trascendental de las diatribas filosóficas.
«¿De dónde sacan a esta gente?», se preguntó.
Una vez más las fotos aparecieron en pantalla. Sarocha las conocía al detalle, malgastó horas estudiándolas. Ella sabía que nunca diría a nadie cómo maximizó la imagen para ver cada centímetro del rostro de Rebecca, cómo se torturó estudiando la perfección de la chiquilla de belleza artificial.
Rebecca se merecía lo que estaba pasando. Por guarra, por cutre. En serio, ¿modelo rubia en sus veinte? Por Dios, no podía ser más cliché.
—¿Conoces a esa mujer? Dicen que es diputada -escuchó a su madre preguntar.
—Sí, gente nueva. Ya ves como vienen.
Su madre emitió un sonido neutro; lo mismo podía estar dándole la razón que poniendo sus palabras en duda. Por experiencias vividas y vueltas a vivir, Sarocha sabía que si intentaba una aclaración, solo obtendría más sonidos vacíos, palabras sin sustancias, frases sin compromiso. Su madre.
En la televisión, el presentador con habilidades de malabarista —eso no se lo negaba—, anunció una noticia de
última hora:
«Rebecca Armstrong, diputada de Nueva Izquierda y heredera de Nung, la persona más rica del Congreso, ha hablado».
Desde el sofá, Sarocha vio pasar las imágenes de Rebecca rodeada de periodistas-lobo, una especie de resistencia notable, ajena a los peligros de extinción que, supuestamente, enfrentan otras alimañas.
Parecían estar a la entrada de la sede de esa desgracia de partido. Rebecca sonreía como si tuviera delante a los niños de San Ildefonso repletos de décimos ganadores. Repartió buenos días simpáticos, como si de verdad estuviera encantada de ver a las alimañas.
«¿Rebecca, te planteas dimitir?», preguntó uno de los periodistas-lobo.
Sarocha observó fascinada cómo, sin perder la sonrisa, la expresión de Rebecca pasó a ser de un relajado asombro.
«¿Dimitir? ¿Por qué tendría que dimitir? ¿Por divertirme, por besar libremente? ¿O por ser una mujer independiente que se divierte y besa a otra mujer? Chicos, chicas, tengo que entrar a la sede que me están esperando. Pasen un buen día todos, tan bueno como mi fin de semana».
Rebecca remató con un guiño pícaro, descarado, un guiño que Sarocha nunca podría realizar con éxito, pero que en Rebecca tenía un efecto devastador.
Fue consciente de que acababa de ver el nacimiento de una marca, de un meme y de una figura que, si no se hacía algo a tiempo, se llevaría el voto joven por goleada.
En la reunión de la tarde con toda la dirección del partido, tenía que cuidarse de no mencionar a Rebecca. Sería un error convertirla ahora en objeto de crítica de la formación. Le daría una importancia que solo contribuiría a su crecimiento.
Ella todavía se arrepiente de su mensaje en Twitter, una falta de control de impulsos que siempre podía atribuir con total seguridad a Rebecca.
¿Qué podía hacer para evitar que las masas vieran en ella lo que la misma Sarocha vio hace ya tantos años?
En la tele, las imágenes volvieron a los opinólogos del todo.
También sonreían, más de uno seguro sin poder evitarlo. Ese era el gran peligro de Rebecca, caía bien porque sí, de forma inevitable
Su madre se levantó con dificultad, un reflejo de sus muchos años.
—Voy a calentar las lentejas, seguro que ya están frías.
Sarocha no tuvo que preguntar cuándo las había hecho. Lo sabía. Las hizo a media mañana, una costumbre de cuando tenía que tener la comida en la mesa para cuando llegara
Manuel, su padre, del trabajo.
Para Manuel, todo tenía que estar perfecto. Había que adelantarse a sus deseos de forma casi mágica, porque si no, Manuel se enfadaba. Y eso, Sarocha y su madre lo sabían, era
muy malo.

No puedo odiarte Donde viven las historias. Descúbrelo ahora